SAN LUCAS EVANGELISTA Tomado de "Año Cristiano: Vidas e Historias de Santos" de Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B


San Pablo nos habla varias veces en sus cartas de un compañero suyo en la predicación evangélica llamado Lucas, «cuya alabanza corre por todas las iglesias». Una vez le llama médico querido, su médico, el que vigilaba sobre su salud en aquellas frecuentes enfermedades que entorpecían su apostolado. En otra ocasión nos dice de una manera implícita que venía, no de la circuncisión, sino de la gentilidad.

Por testimonios del siglo II—San Ireneo y el canon de Muratori, y con ellos toda la tradición cristiana—, sabemos que este discípulo del Apóstol fue el que escribió el tercer Evangelio y los Hechos de los Apóstoles; y ya más tarde, el historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesárea, nos hace saber que Lucas era de Antioquía. Aquí debió de conocer Lucas a San Pablo desde el principio de sus tareas apostólicas. Acompañóle en el viaje de Troas a Filipos, en Macedonia, donde parece residió algún tiempo mientras el Apóstol evangelizaba las ciudades de Grecia. Otra vez le vemos al lado de San Pablo durante su larga cautividad de cuatro años (59-63), primero en Cesárea y luego en Roma, donde se encuentra con San Pedro y asiste, acaso, a su martirio, si es que no va camino de España con su maestro el Apóstol de las Gentes. Cuatro anos más tarde, cautivo de nuevo en la capital del Imperio, Pablo escribe a Timoteo, su discípulo, diciéndole «que Lucas es el único que está con él».

Desde este momento, el médico antioqueno se nos pierde de vista; pero un texto anterior, según todas las probabilidades, a la paz de Constantino, asegura que volvió a Oriente, que predicó en el Peloponeso permaneciendo virgen hasta su muerte, y que murió en Tebas a los ochenta y cuatro años, lleno del Espíritu Santo.

Teodoro el Lector, escritor bizantino del siglo VI, añade una nueva noticia: dice que, además de médico, Lucas era pintor, y que hacia el año 420 la emperatriz Eudoxia envió a Pulquería un icono de la Madre de Dios pintado por él. San Agustín no sabía nada acerca de esto, pues en su tratado acerca de la Santísima Trinidad escribía: «No nos es dado saber cómo era el rostro de la Virgen María.» Por lo demás, San Lucas puede considerarse como el patrón de la pintura cristiana, pues de su Evangelio tomaron las pinturas de la Edad Media y del Renacimiento aquellos temas, tantas veces reproducidos, de la Anunciación, la Visitación, la Adoración de los Pastores, la Presentación en el templo, los Discípulos de Emaús y otros muchos.

Pero el alma de San Lucas debemos burearla, más que en estos datos dispersos, en los dos libros que escribió: el Evangelio y los Hechos, compuestos alrededor del año 63, antes de que estallara la persecución de Nerón y los cristianos fuesen declarados fuera de la ley. El Evangelio de San Lucas es ciertamente posterior a los otros dos sinópticos, incluso a San Marcos, que escribe antes del año 61; y es anterior a los Actos de los Apóstoles, que, según la erudición moderna, fueron compuestos antes que San Pablo saliese de su primera prisión en Roma, es decir, antes de la gran persecución del año 64. En aquellos días en que San Pablo escribía a los Colosenses: «Sólo Lucas está conmigo.» Los Hechos de los Apóstoles nos revelan el corazón enamorado de la buena nueva, predicada junto al lago de Genesareth. Relatan con apasionamiento el martirio de San Esteban y la noble actitud de los Apóstoles frente a las autoridades judías; descubren una admiración sin límites por la empresa gigantesca del Apóstol de las Gentes, y encierran un fondo de alegría incontenida en presencia de los triunfos maravillosos de la fe.

Tales son los sentimientos que movieron al autor y que pusieron en su lenguaje acentos épicos y un aire de sencillez y de grandeza al mismo tiempo. Expresión de la conciencia del cristianismo naciente, este libro es un libro de gozo, de entusiasmo, de ardor sereno y de juventud de corazón. Hay que retroceder a los cantos homéricos para encontrar algo parecido. Si la primera poesía cristiana es la del lago de Genesareth, la segunda es la de estas odiseas apostólicas; poesía que nos trae un aliento de brisa mañanera, que nos da una sensación deliciosa de frescura y optimismo, que viene cargada de esencias de mar, sanas y vigorosas. Todo en ese relato es vida y colorido, sobre todo cuando se nos habla de las navegaciones de Pablo. Lucas tiene el sentido helénico del mar; un sentido que se desarrolla en aquellas costas del mar Egeo, donde las aguas son tan tentadoras, los vientos tan regulares, los ocasos tan espléndidos; donde la superficie, semejante a una balsa de aceite dormido, con su pesadez y sus reflejos metálicos es tan densa y oscura, que parece invitarnos a pasear sobre ella. Hablando de sus viajes por tierra, Lucas es sumamente sobrio; pero desde que se ve en una nave, los detalles se acumulan en su memoria y las palabras en su pluma. Es la voz de la sangre y la fuerza del temperamento.

También el Evangelio, a pesar de su objetividad escrupulosa, nos revela la personalidad del Evangelista. Vemos al médico, al letrado, al narrador concienzudo, al hijo de gentiles, al discípulo de San Pablo.

La tradición primitiva sobre la profesión de San Lucas tiene su confirmación evidente en el examen de su obra. Una investigación paciente ha logrado señalar muchos términos técnicos que se encuentran también en las obras de Dios-córides, de Hipócrates, de Galeno y de otros médicos antiguos; a veces, la descripción de las enfermedades revelan el ojo clínico del profesional; la terminología nos sorprende por su escrupulosidad, sobre todo cuando se trata de la curación de la suegra de Pedro, de la hemorroisa, del joven endemoniado, del poseso de Gerasa y del sudor de sangre en el huerto de Getsemaní, que sólo el tercer Evangelista nos recuerda. Es interesante observar cómo San Lucas descubre el espíritu de cuerpo al contar la curación de la mujer que sufría el flujo de sangre. Vemos claramente que se inspira en el relato de San Marcos, el cual nos dice «que la enferma había sufrido mucho, durante doce años, de parte de muchos médicos, con quienes había consumido toda su hacienda sin conseguir la menor mejoría». Lleno de consideración para con sus colegas, Lucas reproduce el relato, pero limitándose a decir que aquella pobre mujer había estado enferma doce años, sin que nadie hubiera podido curarla. Un rasgo que conviene recordar es la semejanza del prólogo de San Lucas al Evangelio, tan admirado por su sobriedad, con el que puso Pedanio Dioscórides a su libro Sobre la materia médica. Lucas dedica su Evangelio a una determinada persona, a Teófilo, el mismo que encontramos luego en el comienzo de los Actos de los Apóstoles, y le dice en unas breves frases, que tienen un gran valor histórico como documento relativo a la época en que se compusieron los Evangelios: «Puesto que muchos se esforzaron en ordenar un relato de las cosas que se realizaron en nosotros, como nos lo transmitieron los que las vieron desde el principio y fueron los servidores de la palabra, me pareció también a mí, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, escribirte a ti ordenadamente, oh excelente Teófilo, para que conozcas la solidez de los discursos acerca de los cuales fuiste catequizado.» Recordamos, sin querer, el comienzo del prólogo que puso el médico griego a su obra: «Puesto que muchos, no sólo de los antiguos, sino también de los modernos, ordenaron sus conocimientos sobre la preparación, la virtud v la prueba de las medicinas, intentaré yo también, excelente Areo, mostrarte lo que he llegado a conocer sobre este argumento.» Y no olvidemos que Dioscórides era contemporáneo de Lucas y que, como su maestro el Apóstol de las Gentes, había nacido en la región de Tarso.

Muchas veces, después de las predicaciones paulinas en Asia Menor, en Grecia, en Corinto, en Roma, había oído preguntar a los oyentes: «¿Quién es ese Jesús de quien nos habla el predicador hebreo? ¿Dónde ha nacido? ¿Cuál es su vida, su doctrina, su muerte? ¿Por qué le llaman Salvador?» A estas cuestiones se propuso responder Lucas en su Evangelio, y muy particularmente a la última. La idea de un hombre salvador, extendida entonces en todo el Imperio romano, se encuentra en cada página del tercer Evangelio. Él anuncia la salud universal, «la paz para todos los hombres». Al tejer la genealogía de Cristo, no se detiene en Abraham, como San Mateo, sino que llega hasta el padre del género humano, para dar a entender que todos tienen derecho a los beneficios de la salvación. Esto es lo que se llama el universalismo de San Lucas, idéntico al universalismo de San Pablo. Un claro parentesco espiritual une los escritos de San Lucas con las epístolas paulinas, un parentesco que se revela en los vocablos y frases típicas, muy numerosas, que son exclusivas de ambos en el Nuevo Testamento, pero más todavía en el pensamiento que se inspira en los grandes principios de la catequesis de Pablo, la universalidad de la redención, la bondad y humanidad, o filantropía, como se dice en la Epístola a Tito, el esplendor de la humildad y la pobreza, el poder de la oración, el gozo del espíritu, que habita en los corazones abiertos a la fe. Un rasgo propio de San Lucas es el presentar a Jesús como el médico supremo de los cuerpos y las almas. Sólo él recuerda aquella expresión conocida, que sale de boca de sus paisanos, los nazarenos: «Médico, cúrate a ti mismo»; y como para eliminar el dejo de desconfianza que aleteaba en ella, añade algo más abajo: «De él emanaba un poder que sanaba a todos.» Tanto como el Maestro divino. Jesús es el remediador misericordioso de las dolencias humanas, el consolador de los afligidos, el dulce perdonador de los corazones extraviados. El Dante resumía este carácter del tercer Evangelista con una frase feliz al llamarle «el secretario de la mansedumbre de Cristo». Él nos trae la buena nueva de la bondad y de la misericordia. Jesús es, ciertamente, el Salvador de todos los hombres; pero es, de una manera especial, el amigo de los necesitados, de los humildes, de los desheredados de la tierra. Él no dice, como San Mateo: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; sino simplemente: «Bienaventurados los pobres». Por esta íntima compasión que le penetra, decía Renán que este libro es el más bello que existe en el mundo, y es preciso reconocer que en esta hipérbole hay menos exageración que en otros juicios suyos. Si ha de haber algún privilegio, se diría que es para los pecadores. Mateo y Marcos habían hablado de la bondad de Jesús para con los publícanos. Lucas es el que nos habla del perdón concedido a la pecadora, de la parábola del dracma perdido, del pastor que pone sobre sus hombros la oveja perdida, del hijo pródigo, de la conversión de Zaqueo, del buen ladrón, y, ¡cosa aún más conmovedora!, él nos muestra la alegría profunda y exuberante del que perdona, el movimiento de las entrañas paternales, revelación maravillosa del corazón de Dios, que ha movido tantas almas al arrepentimiento. Sólo San Lucas reproduce aquella palabra de Jesús moribundo: «Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen.»


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