¿UN AÑO MÁS O UN AÑO MENOS?





Finaliza este año 2017, año lleno de tribulaciones y angustias para nuestros países, para la diáspora católica dispersa por el mundo y quizás para alguno que otro de nuestros lectores que haya padecido este año contradicciones en su vida cotidiana o espiritual, termina este año tampoco negando las mercedes que Dios Nuestro Señor se ha dignado en su misericordia darnos y que muy seguramente Nuestra Señora nos ha alcanzado con su maternal intercesión; pero en general (por ser estos tiempos apocalípticos) la situación se agrava cada vez más, pues cada año que pasa desde la Gran Apostasía pareciera ser que en lugar de mejorar empeora: las sociedades se alejan más de Dios, los hombres son más corruptos y malvados, la inocencia es más mancillada, la virtud es más vituperada, el enemigo se encumbra y arraiga más en los puestos claves de poder político y religioso, el pecado es cada vez más un modelo de vida que la gracia de Dios.

Pero en medio de esta hecatombe sin parangón alguno en la historia los cristianos tenemos una Luz que brilla y nos ilumina de lejos... no tan lejos... de hecho esta Luz esta más cercana de lo que creemos, esa Luz a la que me refiero se refiere a dos cosas: a la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo y al Juicio particular. En cuanto a la Parusía es un año más cerca del Segundo Advenimiento del Redentor en Gloria y Majestad que vendrá a juzgar a vivos y muertos (tal como lo rezamos en el Credo) y que es un dogma de Fe y una promesa de Nuestro Señor consignada en las Sagradas Escrituras, que desgraciadamente los católicos perdemos de vista en busca de pseudo- restauraciones, sólo Cristo puede restaurar lo que hemos perdido y mejor aún, ya que a su Venida veremos las cosas restauradas todas en y por Cristo.

Los mundanos comúnmente festejan el Año Nuevo como un año más... un año más para el pecado, para la estupidez y el engaño de esta vida, un año más para la corrupción moral y espiritual; los cristianos también vemos un año más a la vez que vemos un año menos: un año menos del número de años que Dios nos ha dado de vida, un año menos para nuestra santificación, un año menos para la preparación de una buena muerte, un año menos que nos acerca a la hora postrera de nuestras vidas.

Estos pensamientos no pretenden arruinar el festejo del nuevo año que se aproxima, estos pensamientos buscan excitar en los cristianos las saludables meditaciones sobre la hora de la muerte, pensamiento que ha llevado a la conversión y santificación de tantos hombres y mujeres de todas las épocas; meditación que desengaña al hombre de la mísera vida presente y le anima a buscar la vida eterna; esta es pues nuestra intención para este nuevo año que comienza: recordar a nuestros lectores que la vida pasa y que el momento de la muerte y del Juicio Particular se acercan, y que de aquel momento depende nuestra eterna felicidad o nuestra eterna condenación.

San Juan Bosco recomendaba para el día de retiro mensual unas preces que llevan por título "Ejercicio de la Buena Muerte"  (y que pondremos a continuación) con el fin de preparar una cristiana muerte y santificar el principio de un nuevo mes, cuánto más nosotros debemos de santificar un  nuevo año.




LETANÍAS DE LA BUENA MUERTE 


Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, aquí me presento delante de Vos con el corazón humillado, contrito y confuso, a encomendaros mi última hora y la suerte que después de ella me espera.

Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el Crucifijo, y a pesar mío le dejan caer sobre el lecho de mi dolor;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis ojos, apagados con el dolor de la cercana muerte, fijen en Vos por última vez sus miradas moribundas;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis labios fríos y balbucientes pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mi cara pálida amoratada causa ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados con el sudor de la muerte, anuncien que está cercano mi fin;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de vuestra boca la sentencia irrevocable que marque mi suerte para toda la eternidad;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mi imaginación, agitada por horrendos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu, perturbado por el temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades, luche con el ángel de las tinieblas, que quisiera precipitarme en el seno de la desesperación;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mi corazón, débil y oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido del horror de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que hubiere hecho contra los enemigos de mi salvación;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando derrame mis última lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, en sacrificio de expiación, para que muera como víctima de penitencia, y en aquel momento terrible,
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mis parientes y amigos, juntos a mí, lloren al verme en el último trance, y cuando invoquen vuestra misericordia en mi, favor;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mi.

Cuando perdido el uso de los sentidos, desaparezca todo el mundo de mi vista y gima entre las últimas agonías y afanes de la muerte;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando los últimos suspiros del corazón fuercen a mi alma a salir del cuerpo, aceptadlos como señales de una santa impaciencia de ir a reinar con Vos, entonces:
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mi alma salga de mi cuerpo, dejándolo pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora quiero ofrecer a vuestra Majestad, y en aquella hora:
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

En fin, cuando mi alma comparezca delante de Vos, para ser juzgada, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, para que cante eternamente vuestras alabanzas;
 Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Oración.
Oh Dios mío, que condenándonos a la muerte, nos habéis ocultado el momento y la hora, haced que viviendo santamente todos los días de nuestra vida, merezcamos una muerte dichosa, abrasados en vuestro divino amor. Por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Vos, en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.


PREPARACIÓN PARA LA MUERTE de San Alfonso María de Ligorio



CONSIDERACIÓN 3

Brevedad de la vida

¿Qué es vuestra vida?
Vapor es que aparece por un poco de tiempo.
Santiago 4, 15

PUNTO 1

¿Qué es nuestra vida?... Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba.
Todos sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan
lejana como si jamás hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida humana es
brevísima: El hombre, viviendo breve tiempo, brota como flor, y se marchita.
Manda el Señor a Isaías que anuncie esa misma verdad: Clama –le dice– que toda
carne es heno...; verdaderamente, heno es el pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is. 40,
6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte, sécase el heno,
acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos.

Corre hacia nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella
corremos (Jb. 9, 25). Todo este tiempo en que escribo –dice San Jerónimo– se quita de mi
vida. Todos morimos, y nos deslizamos como sobre la tierra el agua, que no se vuelve atrás
(2 Reg. 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo; sus corrientes aguas no
retrocederán.
Así, hermano mío, pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos,
elogios, alabanzas, todo va pasando... ¿Y qué nos queda?... Sólo me resta el sepulcro (Jb.
17, 1). Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de
todo.

En el trance de la muerte, el recuerdo de los deleites que en la vida disfrutamos y de
las honras adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra pena y nuestra desconfianza de
obtener la eterna salvación... ¡Dentro de poco, dirá entonces el infeliz mundano, mi casa,
mis jardines, esos muebles preciosos, esos cuadros, aquellos trajes, no serán ya para mí!
Sólo me resta el sepulcro.

¡Ah! ¡Con dolor profundo mira entonces los bienes de la tierra quien los amó
apasionadamente! Pero ese dolor no vale más que para aumentar el peligro en que está la
salvación. Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al mundo no
quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable sino de su enfermedad, de los
médicos a que pueden consultar, de los remedios que pudieran aliviarlos.
Y apenas se les dice algo de su alma, se entristecen de improviso y ruega que se les
deje descansar, porque les duele la cabeza y no pueden resistir la conversación. Si por acaso
quieren contestar, se confunden y no saben qué decir. Y a menudo, si el confesor les da la
absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino porque no hay tiempo que perder.
Así suelen morir los que poco piensan en la muerte.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor mío y Dios de infinita majestad! Me avergüenzo de comparecer ante
vuestra presencia. ¡Cuántas veces he injuriado vuestra honra, posponiendo vuestra gracia a
un mísero placer, a un ímpetu de rabia, a un poco de barro, a un capricho, a un humo leve!
Adoro y beso vuestras llagas, que con mis pecados he abierto; mas por ellas mismas
espero mi perdón y salud.

Dadme a conocer, ¡oh Jesús!, la gravedad de la ofensa que os hice, siendo como sois
la fuente de todo bien, dejándoos para saciarme de aguas pútridas y envenenadas. ¿Qué me
resta de tanta ofensa sino angustia, remordimiento de conciencia y méritos para el infierno?
Padre, no soy digno de llamarme hijo tuyo (Lc. 15, 21).

No me abandones, Padre mío; verdad es que no merezco la gracia de que me llames
tu hijo. Pero has muerto para salvarme... Habéis dicho, Señor: Volveos a Mí y Yo me volveré
a vosotros (Zac. 1, 3). Renuncio, pues, a todas las satisfacciones. Dejo cuantos placeres
pudiera darme el mundo, y me convierto a Vos.

Por la sangre que por mí derramasteis, perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de
todo corazón de haberos ultrajado. Me arrepiento y os amo más que todas las cosas.
Indigno soy de amaros; mas Vos, que merecéis tanto amor, no desdeñéis el de un corazón
que antes os desdeñaba. Con el fin de que os amase, no me hicisteis morir cuando yo estaba
en pecado. Deseo, pues, amaros en la vida que me reste, y no amar a nadie más que a Vos.
Ayudadme, Dios mío; concededme el don de la perseverancia y vuestro santo amor...

María, refugio mío, encomendadme a Jesucristo.

DESEAMOS A TODOS NUESTROS LECTORES UN FELIZ Y PRÓSPERO AÑO NUEVO, DESEANDO INICIEN CRISTIANAMENTE EL AÑO Y DE IGUAL MODO LO TERMINEN

PAX VOBIS.

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