EL DRAMA DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS- P. Emmanuel André- XI. CONCLUSIÓN

 



XI. CONCLUSIÓN


Hemos llegado al término de nuestro estudio.

Al echar una mirada sobre sus destinos futuros, nos hemos apoyado únicamente en las profecías que forman parte integrante de la Escritura divinamente inspirada.

La sustancia de nuestro trabajo ha sido sacada, pues, de las fuentes mismas en que se alimenta la fe católica; y no pensamos que pueda negarse sin temeridad lo que hemos adelantado sobre el Anticristo, la aparición de Henoc y Elías, la conversión de los Judíos, las señales precursoras del juicio.

Donde podríamos habernos equivocado es en los comentarios que hemos hecho de varios pasajes del Apocalipsis, como también en el encadenamiento que hemos tratado de establecer entre los acontecimientos citados más arriba. Pero si hemos errado, ha sido siguiendo a intérpretes autorizados, y lo más frecuentemente a Padres de la Iglesia.

¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece. La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.

Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro pensamiento.

La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y las tinieblas, y les señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).

Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (*)(Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras profundas que se extienden detrás de ellas.

¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos. La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta recordar las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el momento más agudo de la crisis del protestantismo.

En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.

Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo que consideraríamos como una temeridad ridícula. Permítasenos una comparación que explicará todo nuestro pensamiento.

Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.

Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema coronación. Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡cuántos progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡cuántas alternativas en la lucha! ¡cuántas compensaciones al lado de las pérdidas! Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua potestate” (Act. 1 7).

En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar.

Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos, “instabunt tempora periculosa” (II Tim. 3 8); pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.

Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas.

Velar y orar, para no entrar en la tentación.

Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre:

“Vigilate, omni tempore orantes, ut digni habeamini fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante Filium hominis” (Lc. 21 24).



(*) Respecto a este crucial punto de la evangelización de todos los pueblos, hay que tener en cuenta el contexto histórico en el que escribe el P. Emmanuel André: plena década de 1880 en que comenzó un impulso evangelizador de la Iglesia por África, Asia y Oceanía; y aún las mismas misiones de América estaban por hacerse efectivas. Y si bien es evidente que todavía hay pueblos en estos continentes sumidos en las densas tinieblas de la idolatría, esto no es excusa para posponer la Venida de Nuestro Señor Jesucristo.

Esto es lo que han pretendido muchos "exégetas" modernistas, y no pocos tradicionalistas, al posponer la Parusía de Cristo por la falta del conocimiento de Cristo entre los paganos. Tampoco es seguro decir que todos los pueblos han sido ya evangelizados porque, volvemos a la evidencia, todavía hay muchos pueblos que no han oído el nombre de Cristo.

Lo más acertado sería creer que este requisito para la Venida del Señor Jesús se cumpliría recién en el tiempo de los Dos Testigos, que con sus milagros y predicación volverían a una parte del pueblo judío (144 mil) a la Fe de Cristo, y entre la gentilidad se haría por fin conocido el nombre de Cristo.


PAX VOBIS.

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