CIEN AÑOS DE MODERNISMO por el Padre Dominique Bourmaud- INTRODUCCIÓN



Desde nuestro blog de variedades (ultimas noticias, liturgia, espiritualidad, etc) queremos transcribir el libro "Cien Años de Modernismo" por el Padre Dominique Bourmaud, esperamos sirva para la mayor comprensión de la crisis moderna en la Iglesia desde el Concilio de Satanás, también conocido como Vaticano II

                                                                 Introducción
El modernismo tiene cien años. De hecho, el Larousse describe esa herejía como la crisis
religiosa que marcó el pontificado de San Pío X (1903-1914). El diccionario señala lo que
estaba en juego en esa crisis al precisar que pretendía acomodar la doctrina de la Iglesia a
las nuevas ideas, en especial a la filosofía y a la crítica bíblica moderna. En suma, se trataba
de un conflicto generacional en el seno de la Iglesia eterna, que se resolvió poniendo un
freno drástico al afán de novedades. Y es que las innovaciones siempre le parecieron
sospechosas a la Iglesia fiel a los Apóstoles. Vista desde la perspectiva de dos mil años de
cristiandad, esta herejía parece ocupar un lugar poco importante entre las crisis padecidas
tantas veces por la vieja Roca. Por lo demás, desde san Pío X el asunto quedó zanjado.
Entonces, ¿para qué traer a colación un caso ya cerrado? ¿Por qué volver a tocar un tema
pasado de moda, que sólo puede interesar a un estudioso de la historia de la Iglesia?
Sin embargo, el modernismo está lejos de ser un hecho superado, muerto y sepultado.
Ese mismo movimiento, camuflado para las necesidades de la causa, es el que ha vuelto a
salir a la superficie en la Iglesia y parece triunfar hoy sobre la Iglesia. El único propósito de
nuestro libro es formular una tesis sobre la identidad de dicho movimiento. En la presente
introducción sólo queremos poner en evidencia el fundamento y la necesidad de semejante
investigación. Y es que hay un problema por resolver: la súbita aparición de otra Iglesia, o
dicho de otro modo, la crisis que la Iglesia católica siente respecto de sí misma. Si a partir de
este momento el lector admite que la Iglesia contemporánea está pasando por un estado de
crisis excepcional, deseará seguirnos en nuestra investigación, consciente de que la muerte o
la supervivencia de la Iglesia dependen de su resultado.

Esta crisis acometió a la Iglesia sobre todo en los años sesenta y setenta. La Iglesia
pretendía renovarse y llevar a cabo un aggiornamento. Todos, y en especial el Papa Pablo
VI, esperaban una primavera con una aurora radiante de juventud. El resultado del cambio
fue una amarga decepción. La duda, la autocrítica y la inestabilidad se establecieron en
todas partes, conduciendo a la autodemolición. Durante esos años cruciales, las naciones se
rebelaron como nunca antes contra el Decálogo y contra Jesucristo. Las vocaciones
disminuyeron peligrosamente, y los fieles abandonaron las iglesias para afiliarse a las
sectas más extrañas o a la religión del propio gusto. Los sacerdotes y los religiosos de ambos
sexos colgaron los hábitos con una frecuencia inusitada. Los obispos, custodios de la fe y de
los tesoros de la Iglesia, en vez del Evangelio del Crucificado, predicaban una doctrina
edulcorada sobre el amor fraterno, un discurso social insulso, y planteaban propuestas de
diálogo con los protestantes. Roma parecía reducida a la impotencia, incapaz de reaccionar
con rigor o de esclarecer a los descarriados.

«La Iglesia ha tenido crisis similares en tiempos pasados; ya pasarán, como ocurrió con
las anteriores», se decía. De hecho, los medios de comunicación dejaron de hablar de la crisis
religiosa, en especial desde el advenimiento de Juan Pablo II, el Papa del Este. Se nos dijo
que la Iglesia había recuperado sus bríos, que estaba más viva que nunca y que las
vocaciones irían en aumento. Es verdad que ya no se ven las defecciones de épocas
anteriores, y que los obispos más vehementes se han calmado, de modo que cruzamos el
umbral del tercer milenio con cierto optimismo.

No obstante, se trata de un optimismo exagerado, difundido por los medios de
comunicación, que no puede ocultar el estado de miseria actual, porque los indicios de fuerza
espiritual en la Iglesia son muy débiles. ¿De qué vida religiosa hablan los periodistas, sino
de los movimientos carismáticos y de las Jornadas mundiales de la juventud, simples calcos
de las aberraciones pentecostales protestantes? Son fuegos de paja, fundados en el
sentimiento, es decir, en nada. ¿De qué magníficas vocaciones nos habla Juan Pablo II, sino
de las de los países del Este, y quizá de las del Tercer Mundo, fuertes aún espiritualmente
por su lucha contra el materialismo ateo, pero a punto de hundirse en el libertinaje de la
«cultura» occidental? En realidad, las vocaciones de los países de tradición cristiana se
reducen a pasos agigantados. Es cierto que ya no se suelen ver los escándalos que antes
plagaban las páginas de los diarios, pero ¿no será porque las almas consagradas han
disminuido y sobre todo envejecido? La apariencia de estabilidad y de seguridad de la
Iglesia de Roma se parece a la belleza artificial de una fachada vieja y agrietada a la que se
acaba de dar una mano de pintura. No hay que contentarse con palabras, cuando la fe ha
muerto en casi todos lados y nada predice su resurgimiento en ninguna parte. No, la crisis
de los setenta no ha terminado. No es la Iglesia la que se mantiene en pie, es la crisis. Ella
es la que sobrevive, mientras que la Iglesia se muere.

La crisis existió, y perdura en nuestros días. Suponemos que el lector admite esto como
algo cierto. Tendremos ocasión de presentar pruebas tangibles de ello en la última parte de
nuestra obra, cuando hablemos del triunfo del modernismo, pero desde ahora debemos
analizar su profundidad. Y es que esta tempestad, la más reciente de todas, no se parece a
las demás crisis. Es universal, porque la palabra clave, aggiornamento —puesta al día—,
salió de la misma Roma, del corazón de la cristiandad. Todos, desde los obispos hasta los
fieles, pasando por los clérigos y religiosos, se pusieron al día. Las congregaciones tuvieron
que revisar sus constituciones más venerables. Las organizaciones de seglares se vieron
reestructuradas y a menudo desnaturalizadas. Todo fue renovado sin excepción, pero
siempre con miras a la facilidad y a la democracia: ¡Prohibido prohibir! ¡Libertad en todo y
para todos! Se puso fin a la autoridad, a los deberes y a los mandamientos. ¿Se trata de una
reforma o de una deformación? La relajación de las elites, ¿no es acaso el síntoma más
evidente de la decadencia de una sociedad?

Esta tempestad fue tan repentina como universal. ¿De dónde salió? Apareció
exactamente entre los años sesenta y setenta. Y para ser universal, la enfermedad tuvo que
proceder de Roma. Además, para producir semejante conmoción, hizo falta un
acontecimiento extraordinario. Todos estos indicios señalan al concilio Vaticano II como el
epicentro de aquel mar de fondo que sumergió a la Iglesia. Teólogos, cardenales y Papas
confirman esta hipótesis al designar al Concilio como una Revolución de Octubre, una nueva
Revolución Francesa dentro de la Iglesia, y al definir el período posconciliar como la
autodemolición de la Iglesia. Según sus propios testimonios, Roma hizo tabla rasa del
pasado para correr a ciegas tras el brillante futuro que prometían los profetas del nuevo El
Dorado. El concilio Vaticano II se convirtió en el año cero de la Iglesia «neocatólica». De
hecho, los Papas siguientes apenas citan textos anteriores al Concilio, y basan todas sus
enseñanzas y reformas en la nueva doctrina del Vaticano II. Ahora bien, el Vaticano II,
principal instrumento del aggiornamento y causa de la crisis, aparece como un concilio
revolucionario bajo muchos aspectos, como se verá en un capítulo dedicado especialmente al
tema. Que haya habido concilios innovadores no es algo nuevo. La Iglesia ha pasado por el
«latrocinio de Éfeso» y el «conciliábulo de Pistoya». Pero la Iglesia universal repudió siempre aquellas asambleas, realizadas en contra de los Papas legítimos. Mientras que, en este caso,
estamos en presencia de un concilio fundamentalmente revolucionario avalado por los
Papas. Y lo que es peor, no sólo los Papas lo han apoyado, sino que, después de decenios de
crisis, han pretendido hallar la solución milagrosa a la apatía actual en el mismo Concilio
que le dio a luz.

Pero hay algo aún más inquietante. Desde el principio, la crisis afectó sobre todo y ante
todo a la autoridad. No a la de un Papa en particular, sino al papado mismo y a toda
autoridad en general. El principio de la colegialidad episcopal ataca a la autoridad
responsable a cada uno de los niveles de la Iglesia. Esta democratización de la Iglesia
conduce a una parálisis total, de modo que ya no se puede ejercer la autoridad para definir
el dogma y la moral, para castigar, purificar y salvar. El buen obispo no puede rechazar las
decisiones anónimas e irresponsables de las conferencias episcopales, manipuladas por
teólogos vanguardistas. Ya nadie obedece al Papa: para eso sería necesario que él se
opusiera a las poderosas conferencias episcopales. De hecho, a partir de 1970, el Papa ya no
se comporta como tal. La Iglesia se ve afectada por una esclerosis generalizada, el
democratismo liberal, que la obliga a renunciar tanto a su libertad de acción como a su
poder y autoridad.

Esta crisis sacude de frente a la Iglesia en lo que tiene de más precioso: la fe en
Jesucristo, en la Santísima Trinidad y en la Iglesia misma como único medio de salvación.
Con el Vaticano II se ha puesto la fe debajo del celemín en nombre del ecumenismo: ya no se
trata de convertir, sino de convergir. La Iglesia quiere adquirir dimensiones realmente
católicas, o sea, universales. Ahora bien, el amor fraterno une, mientras que el credo divide.
La verdad tiene la fastidiosa propiedad de ser exclusiva: si la pared es negra, no es roja ni
blanca, sino sólo negra. El único obstáculo real para el diálogo interreligioso es Jesucristo.
Así, pues, se impone una elección. La Iglesia preconciliar había optado por Jesucristo. Con el
Vaticano II se cambió de parecer. ¡Tremenda innovación! Es algo nuevo ver al Papa
incumpliendo el primer mandamiento de Dios, «No tendrás otros dioses delante de Mí»,
cuando en realidad Dios estableció al Papa para defender sus mandamientos. Es algo nuevo
ver al Papa invitando a herejes y paganos de toda clase para hacer alarde de sus engaños y
brujerías en la plaza de San Pedro. Es algo nuevo ver al Papa elogiando a heresiarcas como
Lutero, proclamando en una sinagoga romana que tenemos el mismo Dios que los judíos, y
proponiendo a herejes a la veneración de los fieles en un martirologio ecuménico. Es cierto
que la historia de la Iglesia ha registrado Papas que profesaron errores en su doctrina
privada, pero nunca a tal punto. En este caso, la gravedad del pecado radica no sólo en la
persistencia de esas manifestaciones idolátricas, sino sobre todo en el hecho de que, salvo
raras excepciones, todos los hombres de Iglesia aplauden los escándalos públicos de la
cabeza.

La novedad de la crisis afecta también a la vida de la gracia y a los sacramentos. La
revolución conciliar ha tomado un giro bárbaro e iconoclasta. Ha destruido nuestros más
venerables ritos. Ha desintegrado la misa y la ha reducido a una plegaria ecuménicocalvinista.
Ha relegado al olvido el canto gregoriano. Las comuniones aumentan, pero se
frecuentan cada vez menos los confesionarios. La nueva doctrina sobre los fines del
matrimonio favorece la multiplicación de las anulaciones matrimoniales, a tal punto que
hoy se habla de «divorcio católico». En realidad, toda la vida de la gracia que nos entregó
Jesucristo ha quedado arrinconada. La Iglesia de nuestros días alega que la gracia es algo casi natural y la salvación es casi automática, puesto que Cristo está unido a todo hombre,
aunque no lo sepa o no lo quiera. Con este menosprecio de los dones de Dios y esta salvación
universal de tinte protestante, ¿cómo se puede evitar que los cristianos caigan en el laxismo
y en el desenfreno más descarado? Despreciar los grandes medios de salvación que
Jesucristo y su Iglesia nos ofrecen en nuestra lucha contra el mal, ¿no es cometer un pecado
contra el Espíritu Santo? Y, sin embargo, eso es lo que Roma parece sugerirnos, al menos
implícitamente.

En suma, esta tempestad no es una crisis como las anteriores. La Iglesia siempre pudo
sostener firmemente el timón cuando afrontaba las peores tormentas, porque el piloto se
quedaba en el mando, esto es, el Papa aferraba el timón; porque mantenía firmemente el
rumbo, con los ojos puestos en el norte inamovible de su brújula, que es la fe inmutable; y
porque cerraba las escotillas para proteger su carga, que son los tesoros de la gracia y los
sacramentos. Pero en la tormenta actual, lo inaudito es que la Iglesia ha maniatado a su
piloto a sabiendas y por propia voluntad: el Papa reina, pero no gobierna; ha arrojado por la
borda su brújula, que es la fe inmaculada; y ha dejado que el mal y la herejía inunden por
completo la bodega, esto es, los dones de la gracia y los sacramentos, que han sido
mancillados. No sólo la Iglesia atraviesa la peor tormenta de su historia, sino que se
amotina contra sí misma y destruye los únicos medios de que dispone para superarla. A
estas horas, la Iglesia es incapaz de reaccionar para salvarse. Se podría decir que está
aquejada de un «sida» espiritual: la presente crisis ha destruido completamente su sistema
inmunológico, encargado de combatir a enemigos internos y externos. Casi parecería que las
puertas del infierno han prevalecido contra la Esposa inmaculada de Cristo.

Otro aspecto terrible, que hace aún más dramático el problema, es que el buen pueblo
cristiano, arrullado por una cantinela pacifista desde hace dos generaciones, ha ido
perdiendo progresivamente el sentido de lo verdadero y de lo falso en materia de fe. El
libertinaje intelectual, producto del racionalismo volteriano, ha logrado irrumpir en San
Pedro y penetrar aun entre los más devotos. ¿Cuántos de nosotros sentimos todavía asco e
indignación al oír las propuestas pacifistas de los medios de comunicación?
«Todas las religiones son válidas —dicen—. La verdad depende de cada uno. Todo el mundo tiene derecho a su opinión, sobre todo en materia religiosa. Después de todo, sabemos perfectamente que la religión es un asunto del corazón: algo que se siente. No tiene nada que ver con la razón o con la ciencia. Además, el que se hace anático de su religión terminará donde todo comenzó: con las Cruzadas y la Inquisición, cuando las personas mataban y se hacían matar por sus ideas religiosas. ¡Gracias a Dios que las cosas han cambiado!».

¿Se han considerado las consecuencias lógicas de tales necedades? ¿Qué hay detrás del
pluralismo cultural y religioso que pregona una vida en paz y en libertad con la propia
conciencia? Esto se traduce por: «¡Muera Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, único
Salvador!». Jesucristo no existió nunca, y si acaso existió, no hizo milagros para demostrar
su misión divina, de manera que se puede dudar de su Revelación. Se puede aceptar a Dios,
siempre y cuando no se haya encarnado. Nadie quiere que Jesucristo venga a sembrar
cizaña allí donde todos viven tan tranquilos sin Él. ¿Adónde conduce el liberalismo religioso?
Al más absoluto escepticismo. Decir que todas las religiones son válidas es lo mismo que
decir que todas son verdaderas, lo cual equivale a decir que todas son falsas, ya que se
contradicen entre sí. ¿Se quiere dar a entender que la verdad y el error, el bien y el mal, son
distinciones sutiles sin la menor importancia? Semejante actitud conduce al suicidio de la de la
inteligencia, facultad humana por excelencia, y lleva al hombre al estado animal, o peor aún, al vegetal: el escéptico no piensa, se alimenta. Digiere y vegeta: es una planta. ¿Es ésa
la dignidad humana de la que tanto se nos habla en todos los tonos? ¿No es más bien el total
envilecimiento del hombre? Porque cuando se destruye la verdad, el hombre se convierte en
víctima inevitable de todos los totalitarismos, como decía Solzhenitsin.

Es obvio que los innegables síntomas de la crisis de la Iglesia no son más que la punta
del iceberg. Bajo estos dilemas insignificantes se esconde una enorme masa de glaciares,
hendiduras y grietas, que son otros tantos problemas, herejías y errores que resultan mucho
más peligrosos porque parecen menos evidentes, y mucho más graves porque debilitan las
bases mismas del pensamiento humano. En efecto, la teología de la Iglesia se funda en la
Revelación histórica de Dios y de Jesucristo; y ésta, a su vez, descansa en las verdades y
principios del sentido común, esto es, en la filosofía eterna del ser. Al descansar en un doble
fundamento, el dogma puede ser atacado desde tres niveles distintos: de forma directa, al
negar, por ejemplo, la Santísima Trinidad; de forma indirecta y radical, al negar
categóricamente la realidad histórica de la Revelación divina, lo cual no sólo destruye la
base de un dogma, sino la de todos; y de forma indirecta pero aún más radical, al negar los
principios del sentido común y rechazar la evidencia de los hechos. Hasta el siglo XIX las
herejías en el seno de la Iglesia se limitaron a destruir algunos dogmas en particular. Con la
llegada del modernismo, bajo los pontificados de León XIII y san Pío X, los eclesiásticos de
vanguardia se propusieron minar la Revelación en sí misma al mismo tiempo que los
fundamentos filosóficos de la razón.

La herejía de que hablamos no es una simple deformación que exagera un aspecto del
dogma para negar otro, como por ejemplo el jansenismo, que al hacer hincapié en la justicia
divina minimizaba su misericordia. El modernismo es un magma informe, un verdadero
monstruo, porque lo desfigura todo en la doctrina cristiana. San Pío X lo llamó «síntesis de
todas las herejías», porque la crítica modernista, en materia filosófica y bíblica, logra
eliminar todos los fundamentos del dogma católico. Es un ataque sistemático contra la razón
y la religión. La inteligencia modernista, como el estómago al que se niega todo alimento, se
repliega sobre sí misma y se ve condenada a alimentarse con sus propias secreciones y
fantasías: o sea, con la nada. Esto supone desde el inicio la destrucción de todos los
principios. Desde un punto de vista más radical, supone la destrucción de las facultades del
saber humano, pues el modernismo niega que su objeto siquiera exista. Ésa es su
característica principal y su verdadero rostro. Es un monstruo antinatural, pues pretende
ser una religión sin razón, sin Revelación y finalmente sin Dios. El modernismo se funda en
una filosofía que no tiene en cuenta el ser, cree en una Revelación sin Jesucristo, y culmina
en una teología sin Dios.

A esta herejía le gusta presentarse con un toque de modernidad. En realidad es vieja
como el mundo. Aunque no parece haberse infiltrado en la Iglesia católica hasta principios
del siglo XX, ha acosado desde siempre a la creación. El primer modernista fue Lucifer, que
por negarse a amar a su Creador, se negó a adorar a nadie más que a sí mismo. Pero como el
amor está ligado al conocimiento, este amor depravado condujo por necesidad a la ceguera
de la inteligencia. Lucifer prefirió taparse los ojos antes que someterse al Dios tres veces
santo. Las religiones asiáticas, para mantener sus creencias absurdas, cometieron el mismo
suicidio intelectual. La lógica de toda secta es que el hombre, al negar a su único Salvador,
termine por destruir sus facultades racionales. Lo mismo puede decirse del modernismo.
Puesto que parte de la premisa de que lo negro no se opone realmente a lo blanco, de que el hombre es Dios y Lucifer no es tan mal diablo después de todo, es lógico que desemboque en
la negación de los principios básicos de la razón. Y quien se pone a tirar del mantel hacia sí,
debe esperarse a volcar todo lo que está encima de él. Cuando se atacan los fundamentos de
la razón, todo se trastorna por completo, es decir, todo pensamiento coherente, toda ciencia,
toda filosofía, todo hecho histórico y toda fe.

Esta breve ojeada histórica al movimiento modernista no debe hacernos olvidar el
propósito de nuestra investigación: demostrar que, si existe hoy en la Iglesia una crisis
religiosa inaudita, es porque la herejía modernista ha triunfado contra la verdadera Roma
con el concilio Vaticano II. Nuestro intento consiste ante todo en establecer los lazos que
vinculan a los pontificados recientes con el clan herético. Este libro pretende dos cosas:
describir el modernismo y mostrar su supervivencia dentro de la «Iglesia conciliar». Primero
hemos de definir histórica y teológicamente la herejía modernista, desde Lutero hasta los
comienzos del tercer milenio: así podremos reconocer la unidad y la variedad de las tesis
modernistas a lo largo de los siglos. Después de esto ya estaremos en condiciones de juzgar
sus afinidades e implicaciones con la «Iglesia conciliar».

El presente estudio habría podido concentrarse en los métodos de penetración de las
ideas modernistas dentro de la Iglesia, consideradas desde un punto de vista estrictamente
histórico: es la tesis del complot de las fuerzas enemigas contra el orden establecido. Varios
libros notables han revelado ya las infiltraciones judeomasónicas que procuran destruir el
trono y el altar. Sin negar las intrigas secretas de los enemigos, de las que hablaremos
cuando se presente la ocasión, nuestro propósito se limitará a deslindar las ramificaciones y
los principios que encarnan esta herejía, que es una y múltiple a la vez. Esperamos que la
omisión de hechos y conspiraciones no haga que nuestro estudio sea menos fecundo en
descubrimientos.

Aristóteles, que era un prestigioso biólogo, descubrió que el polluelo de un pato, que
camina y grazna como un pato, tiene todas las probabilidades de ser justamente eso: un
pato. Halló, pues, dos maneras de identificar la especie de un animal: por su origen y por su
actividad. También nosotros podremos probar la identidad específica de la herejía
modernista por medio de la filiación intelectual de sus protagonistas y por su comunión en
los principios fundamentales.

Debemos seguir rigurosamente el método inventivo, es decir, partir del presente y
remontarnos en el tiempo, en las ramificaciones de los grupos y de las ideas, para demostrar
su identidad substancial. Se trata, pues, de probar que el triunfo de los modernistas en la
Iglesia posconciliar es la victoria del neomodernismo que censuró Pío XII; que este
neomodernismo depende de los hombres y de las ideas del modernismo que condenó san Pío
X; y que éste último, a su vez, no es más que la versión francesa del modernismo protestante
sembrado por Lutero y divulgado por Kant, los cuales trastornaron completamente el
pensamiento cristiano. Por razones de claridad y de sencillez seguiremos el orden
cronológico, que va de las causas a los efectos, de los maestros a los discípulos. Esto tendrá
la ventaja de llevarnos de lo más simple a lo más complejo, de los principios conductores a
los agregados posteriores. La división de nuestro libro queda delineada así en cinco partes
históricas netamente distintas: la verdad cristiana (breve panorama de la vida intelectual
de la Iglesia), el modernismo crítico protestante en Alemania, el modernismo en Francia, el
neomodernismo en Europa, y el triunfo del modernismo en Roma.

Se nos objetará, tal vez, que los capítulos dedicados a la verdad cristiana están de más
en un estudio limitado al movimiento modernista. No hay nada más falso. Aunque un
movimiento se define sobre todo por su punto de llegada, es necesario saber de dónde parte.
La enfermedad sólo se puede definir correctamente en comparación con el estado de salud, y
el no ser sólo se puede definir en relación con el ser. Por lo tanto, sólo podremos sondear
propiamente la profundidad de la herejía modernista confrontándola con la verdad que ella
destruye. Para eso debemos escrutar de cerca nuestro pasado, nuestra herencia
grecorromana, la cultura y la verdad cristianas en toda su riqueza y esplendor. Hemos dicho
que el modernismo consistía en una triple negación: una filosofía sin ser y una Revelación
sin fundamento histórico que concluyen en una teología sin Dios. La fe cristiana, al
contrario, se basa en una triple evidencia, en tres intuiciones racionales, que son sus
primeros puntos de apoyo: el conocimiento del ser por medio de la razón, el hecho histórico
de la Revelación comunicada a los Profetas y a los Apóstoles, y la armonía perfecta de la
razón con la Revelación.

La verdad cristiana está impregnada de razón hasta la médula. La fe, por muy
sobrenatural y misteriosa que sea, sigue estando llena de las luces de la razón. Es la razón
pura la que nos guía hasta el umbral del acto de fe. Es ella la que nos permite ver con
claridad el hecho histórico de la Revelación divina. Es la razón la que nos muestra que
debemos creer en el Dios verdadero. Y una vez cruzado ese umbral, su luz sigue
confirmando y guiando nuestros pasos. De hecho, ella se encuentra en el origen del progreso
teológico a través de los siglos, que se define a la perfección como la sistematización racional
de nuestra fe. Ahora bien, todo esto, lejos de estar fuera de nuestro propósito, es más bien la
refutación definitiva del modernismo, porque al modernismo no sólo no le interesa
demostrar racionalmente lo bien fundada que está su doctrina, sino que hace alarde, sin la
menor vergüenza, de su repugnancia por todo lo que sea racional y lógico. Para él, la fe es
un sentimiento ciego, el dogma un enunciado absurdo, y la misma razón se encuentra
condenada a eterna contradicción. Por esto mismo es imprescindible explicar someramente
el vigor intelectual del pensamiento cristiano, pues al mismo tiempo que describe el estado
de salud, sirve de antídoto contra el veneno modernista que está matando a fuego lento a
nuestra querida Iglesia.

Por lo que se refiere a las tres partes negativas que preceden al triunfo del modernismo,
veremos cómo se cristalizan en torno de uno de los principios de la filosofía moderna que
denunciaba san Pío X: el agnosticismo, el inmanentismo y la evolución de las verdades. Será
interesante observar cómo el modernismo protestante, a remolque de la crítica kantiana, es
esencialmente la negación del conocimiento de las cosas: del ser en general, de Jesucristo e
incluso de Dios. Será fácil demostrar que el supuesto modernismo «católico» gira alrededor
del concepto de evolución que tanto gustaba a Bergson y a Loisy. Por fin, en cuanto al
neomodernismo que siguió a la reacción filosófica del existencialismo, el punto común será
ante todo el conocimiento inmanente en el seno de la conciencia, que hace que la inteligencia
sea incapaz de captar la realidad. Por lo que se refiere al triunfo modernista, después de un
estudio detenido de los principios subyacentes del concilio Vaticano II, veremos de qué modo
se sitúa bajo el signo omnipresente del ecumenismo, entendido como la unión ciega de todas
las religiones, negación práctica del principio de contradicción.

Esta obra pretende ser un estudio histórico de las ideas y de los principios subyacentes
del modernismo, según los tres niveles científicos: la filosofía, la Sagrada Escritura y la teología. Como estas disciplinas se encarnan en hombres y períodos bien definidos, por razones de claridad y para no aburrir al lector, centraremos la atención en los protagonistas más destacados de cada época en cuestión. Podría decirse que se trata de una galería de personajes relativos a cada tema. En algunos de estos temas no era fácil hacer una elección. ¿Por qué optar por Strauss y no por Renan, quizá mucho más famoso que el anterior? ¿Por qué considerar como personaje representativo a Bergson, y no a Blondel o Le Roy? Además, hemos incluido otros nombres que no representan una disciplina en particular, como Lutero o Teilhard de Chardin, porque son propiamente inevitables. Por último, en relación con el problema modernista, era preciso resumir las posturas romanas: primero las condenaciones de san Pío X, reiteradas por Pío XII; y luego los apoyos dados a la herejía, y su triunfo bajo los "Papas" de la Iglesia conciliar.

Como puede observarse, el presente libro es como una brocheta de diversas carnes
ensartadas en la varilla a intervalos regulares. Se puede leer de varias maneras. Cada
capítulo, con su protagonista representativo, puede leerse aparte del resto. Sin embargo,
ganará mucho en profundidad y comprensión si se asocian los capítulos de un mismo
período histórico, pues las disciplinas afines se corroboran entre sí y forman un todo
coherente. Quien prefiera estudiar una disciplina en particular podrá dirigirse directamente
a los capítulos correspondientes. Pero permítasenos hacer una observación de índole
gastronómica para el aficionado a la filosofía: las carnes de la metafísica son a menudo de
lenta digestión. Finalmente, la perspectiva global que adquirirá quien lea el libro en su
totalidad debería superar la suma de la visión de cada período estudiado por separado. De
esta manera, así como el gourmet saborea la sustancia de cada trozo de carne directamente
de la brocheta, el lector podrá llegar a la esencia y armazón del modernismo, esto es, a sus
principios fundamentales. Podrá entonces palpar y ver que optar entre el cristianismo y el
modernismo es como elegir entre Dios y Satanás, o dicho de modo más radical, entre Dios y
el absurdo. Llegará a la conclusión de que la Iglesia romana, que es el reino de Jesucristo en
la tierra, tiene que rechazar oficialmente el veneno que la asesina poco a poco, si quiere
sobrevivir.

Antes de entrar de lleno en la materia, una última observación sobre la obra y su autor.
Éste no pretende ser un intelectual de envergadura, ni tampoco un especialista de alguna
época o personaje particular. Es tan sólo un amante de la verdad cristiana, verdad que ha
enseñado por todo el mundo durante más de veinte años como profesor de filosofía y de
teología 1; un guardián de la fe cristiana que ha querido dedicar parte de su preciado tiempo
para estudiar el problema que más le interesaba: conocer bien el error moderno y
desenmascarar al enemigo de nuestros tiempos. No ha podido contar ni con las
oportunidades ni con la formación de un académico especializado en el tema. Ha actuado
simplemente como un médico de urgencia que corre a ayudar a las almas, de las que ha sido
y sigue siendo pastor y guía.

Emprender el estudio panorámico de un tema tan vasto como la historia de los
principios modernistas es un trabajo titánico, más aún cuando existe una gran cantidad de
personajes que los historiadores todavía no han estudiado debidamente. Por esas
circunstancias el autor es consciente de las limitaciones de su obra. Sin embargo, se dará
por satisfecho si logra proporcionar algunos puntos de referencia sobre un tema debatido con tanta acrimonia y sobre personajes tan poco conocidos, pero que, a pesar de todo, son los
maestros de la teología contemporánea. Esta «Suma del modernismo» no pone límites ni
propone tesis definitivas. Tan sólo pretende poner las primeras piedras y abrir nuevos
caminos a futuras reflexiones más detalladas y equilibradas. Ojalá Dios suscite a gente más
competente que se aplique a estudiar por fin la revolución que ocurrió en el Concilio, y en
particular a Rahner, el mayor modernista de todos los tiempos, para poner bien en claro su
pensamiento y su influencia al interior del modernismo triunfante.

NOTA. El sacerdote que escribió este libro no es sedevacantista, por lo tanto van a encontrar ustedes palabras como "Papas Conciliares", disculpen las molestias.

PAX VOBIS.

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