CIEN AÑOS DE MODERNISMO por el Padre Dominique Bourmaud- CAPITULO PRIMERO



                                                                 PRIMERA PARTE
                                                                La herencia cristiana

Como dijimos en nuestra introducción, la primera parte de esta obra está consagrada a
la postura católica, contra la cual se insurgió el modernismo. La enfermedad sólo se define
bien en comparación con el estado de salud. Y puesto que sólo Dios comprende la verdad en
toda su riqueza, sólo Él puede apreciar la gravedad del cáncer modernista. Por lo que a
nosotros se refiere, nunca lograremos entender a la perfección ese mal destructor de la
verdadera civilización.

La civilización cristiana es verdadera porque se funda en la naturaleza misma de las
cosas. Ahora bien, es propio de la naturaleza del hombre amar lo bello, lo bueno y sobre todo
lo verdadero. Si acaso existe un amor que domine a todos los demás amores, ése es
precisamente el amor a la verdad. Sólo la verdad puede revelarnos lo bueno y lo bello. Ella
libera al hombre de sus pasiones y de la servidumbre del error y del mal. Es el pan de cada
día de la razón. Nuestras vidas podrían resumirse en la ambición por descubrir la verdad y
conformarse con la realidad.

El filósofo Maritain lo explica con acierto:
«No es hombre quien no ama la verdad. Y amar la verdad es amarla sobre todas las cosas, porque sabemos que
la verdad es Dios mismo. Cristo le dijo a Pilatos que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad.
Esta verdad suprema la recibimos por la fe. La misma fe… presupone certezas de la razón, como la existencia
de Dios… Asimismo, ha de completarse a través de cierta captación intelectual… del misterio insondable de
Dios y de las cosas divinas. Credo ut intelligam —creo para comprender—. Esto es lo que llamamos teología.
Y la teología no puede tomar cuerpo en nosotros sin la ayuda de la sabiduría natural de que es capaz la razón
humana, y que se llama filosofía. En pocas palabras, la fe implica y requiere una teología y una filosofía».

Maritain resume aquí muy ponderadamente el gran esfuerzo de la civilización
grecorromana: tomar posesión de la verdad integral, conocer lo que es, y conocer sobre todo
al que es el Ser por excelencia. Ese conocimiento tiene tres etapas: la filosofía, que adquiere
el conocimiento natural de lo que existe; la fe, que recibe las verdades sobrenaturales sobre
Dios por medio de la Revelación divina; y la teología, que hace la síntesis de las dos fuentes
de conocimiento, para reunirlas y profundizarlas. Cada una de esas disciplinas se funda en
una evidencia. La naturaleza de las cosas puede conocerse por la razón; la Revelación divina
es una evidencia directa para los testigos oculares, e indirecta para los demás; y la razón y
la fe conviven en perfecta armonía. Ilustrar plenamente esta triple evidencia será el objetivo
de estos tres primeros capítulos, que al mismo tiempo nos brindarán la ocasión de refutar a
los precursores de los modernistas contemporáneos.

El modernismo niega estas evidencias, a sabiendas y según su conveniencia, con la
finalidad —dice— de poder ser realmente libre. De este modo, yendo en sentido contrario a
la inteligencia humana, no quiere alimentar su inteligencia con la verdad, sino que prefiere alimentar su imaginación con fantasías. No quiere reconocer la persona histórica de
Jesucristo, Hijo de Dios Salvador, pues sostiene que la salvación depende sólo del hombre.
Se niega a creer en un Dios divino y personal, para no adorar más que a un dios hecho a
imagen y semejanza del hombre. Llama liberación a lo que, en realidad, es la peor esclavitud que pudo caerle en suerte. ¿Hay hombre más digno de lástima que el que se tapa los ojos para no ver las cosas, con el propósito de apreciar mejor sus fantasías y quimeras? ¿Hay hombre más pobre que el que cierra las puertas a Cristo, que es el único que puede salvarlo? ¿Hay alma más loca que la que se niega a adorar a su Creador, que lo es todo, para adorarse a sí misma, criatura salida de la nada? Y, sin embargo, ése es el ideal que nos ofrecen los modernistas y en el que caen millares de almas ilusas, inconscientes del precipicio adonde las conduce el Príncipe de la mentira. Y todo ello porque, como decía Dante, han rechazado la verdad, el bien de la inteligencia.

                                                                   CAPÍTULO I
                                                       Aristóteles y la filosofía del ser

San Ambrosio dijo que toda verdad, sea cual sea, es obra del Espíritu Santo. La verdad
cristiana, a primera vista, presenta un rostro eminentemente humilde y humano, porque se
funda en el patrimonio de toda la humanidad, compuesto por las verdades más simples y
evidentes. Este conocimiento se da en dos niveles. A nivel de lo vivido, viene dado por lo que
llamamos verdades de sentido común; y a nivel científico, está constituido por las verdades
de orden filosófico. El esfuerzo filosófico, como parecen sugerirlo sus comienzos históricos, se
funda de hecho en verdades de sentido común, que provocan la sorpresa y admiración de los
hombres ávidos de sabiduría. En todo caso, el conocimiento natural empieza, progresa y
termina siempre en la realidad concreta. Pensar en la nada equivale a no pensar, pues todo
juicio es, en última instancia, un juicio de existencia.

Los sofistas, en tiempo de Aristóteles, negaron esa postura natural y realista. Las
posturas de los sofistas y del evolucionista Heráclito nos permiten desde ahora explicar las
nociones típicamente modernistas en materia de filosofía, a las que asignaremos un epíteto
característico. Al agnosticismo lo calificaremos de ignorantista; al inmanentismo, de
egologista; y a la evolución, de revolucionista.

1. Los comienzos de la filosofía
La investigación de las cosas y de sus causas, la filosofía propiamente dicha, comenzó
con los griegos en el siglo VI antes de Cristo. De todas las culturas antiguas fueron ellos, y
ellos solos, los que nos enseñaron a pensar; ya que las demás civilizaciones se basaban en
creencias religiosas y consideraban a la razón como una intrusa. Ahora bien, al observar la
filosofía griega en su conjunto, lo primero que se advierte es el estado de tinieblas que
rodeaba a los raros genios que la ilustraron. Y es que la reflexión sobre la naturaleza de las
cosas es una tarea ardua para la naturaleza herida. Fue menester toda la serenidad y
equilibrio mental de los griegos para lanzarse al asalto de la verdad con la sola ayuda de la
experiencia. Los primeros esfuerzos filosóficos fueron tanteos en la oscuridad. Durante
mucho tiempo, los griegos buscaron en la sola materia la causa de todas las cosas. Heráclito
perteneció a esta misma escuela, pero sus teorías, más que tanteos en la oscuridad, fueron
como la visión de un ebrio que cree que todo da vueltas a su alrededor: todo cambia, nada
permanece, no hay ser. Cuando Parménides opuso el ser al cambio perpetuo, comenzó en
Grecia una guerra de titanes que terminaría estancándose en el sofismo escéptico. Sea como
sea, se ve que la filosofía, desde sus inicios, se interroga sobre la existencia de la materia y
del movimiento, esto es, sobre la experiencia concreta. Éste es el punto cardinal del
pensamiento humano, que veremos reaparecer continuamente a lo largo del pensamiento
helénico.

En este cielo oscuro aparecieron entonces, sucesivamente, las tres mayores lumbreras
de la sabiduría griega: Sócrates, con su búsqueda de las esencias; Platón, que sólo contempla
las perfecciones en sus causas más elevadas; y Aristóteles, que ya queda para siempre como
la estrella polar del firmamento filosófico. De ser cierto que a veces el genio de un pueblo se encarna en ciertos hombres, y que esos vastos y poderosos espíritus son como el acto y la
perfección en que alcanza su fin y su acabamiento todo un mundo de virtualidades,
Aristóteles, más que cualquier otro, fue de esos hombres. En él encontró su expresión más
perfecta y universal el genio filosófico de Grecia.

Nacido en Estagira, ciudad de Tracia, Aristóteles (384-322) viajó a Atenas a los
diecisiete años para convertirse en humilde discípulo de Platón durante veinte años nada
menos. Al maestro le gustaba el espíritu vivaz de su alumno, a quien llamaba la
Inteligencia. Por su parte, Aristóteles no dudaba en manifestar cierta independencia en sus
ideas: «Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad». Durante tres años fue preceptor
del hijo del rey de Macedonia, el futuro Alejandro Magno. Cabe pensar que los elevados
puntos de vista de un maestro de tal envergadura tuvieron mucho que ver en el ideal de
conquista y civilización universal de Alejandro. De regreso a Atenas, Aristóteles fundó su
propia escuela en el Liceo, que en poco tiempo eclipsó a la Academia fundada por Platón.
Murió en Calcis a los sesenta y dos años.

La herencia aristotélica llegó a Europa de manera indirecta, a través de los árabes de la
España meridional, antes de hacer su entrada triunfal en las universidades de Occidente en
el siglo XIII, y estimular poderosamente la cultura cristiana. ¿Cómo no ver una intención
providencial en el papel extraordinario que desempeñó esta sabiduría pagana, que iba a
revelarse como el instrumento perfectamente apto para la teología católica? Pero ¿por qué la
teología sólo puede servirse de las bases filosóficas de Aristóteles, con exclusión de cualquier
otro sistema? La respuesta es muy sencilla: Aristóteles supo establecer los fundamentos de
la verdadera filosofía. Fue el único que puso a la inteligencia humana en el camino de la
verdadera sabiduría. Su sabiduría es la filosofía eterna, válida para todas las latitudes y
para todas las épocas, porque se basa en la intuición filosófica fundamental que se
encuentra en el origen de todo conocimiento, tanto natural como sobrenatural. Aristóteles,
contra los filósofos de su tiempo, admite que la razón humana conoce la realidad, y puede
decir la verdad. Sus principios son profundamente realistas desde el principio al fin de toda
su investigación filosófica. Por eso mismo son irrefutables, aun si algunas de sus
aplicaciones concretas han caducado con el progreso de las ciencias, como por ejemplo la
astronomía de Ptolomeo.

2. La filosofía es el conocimiento del ser
A quienes se preguntan si deben pensar o no, Aristóteles les responde: Quieras o no,
tienes que filosofar. No podrías evitarlo ni aunque lo quisieras. Porque declarar que la
filosofía no tiene valor ya es adoptar una postura filosófica. El momento de la infancia, en el
que la inteligencia se abre a la realidad, ¿no revela las potencias más naturales del hombre?
A esa edad el niño pregunta a sus padres hasta cansarlos con sus «¿Qué es esto?», sus «¿Por
qué?» y sus «¿Cómo?». El hombre hace lo mismo cuando busca las esencias, las causas y los
principios. Por otra parte, el adulto empieza a filosofar, como el niño, desde el momento en
que investiga las causas más profundas de algo que lo asombra. Admirado y sorprendido al
principio ante las cosas más humildes, poco a poco avanza en la admiración de cosas más
elevadas, como los cambios de la luna y del sol, hasta llegar a plantearse por fin la cuestión
del origen del universo entero. Se dice que el hombre es un niño grande. Este dicho es cierto
en el sentido de que, a imagen del niño, al hombre le es tan natural filosofar como respirar.

La filosofía es esencialmente una investigación, y ante todo la investigación de las cosas
reales. Si los Hamlets de todas las épocas se plantean la cuestión de la existencia, «Ser o no
ser, he ahí el dilema» 1, Aristóteles responde decidido, diciendo: «El ser es». Él es el objeto de
toda verdad. Así como no se pone en duda la propia existencia o el don de la vida, el sabio no
pone tampoco en tela de juicio los hechos evidentes, como la naturaleza de las cosas y la
facultad humana de conocerlas. El Estagirita funda toda su filosofía en la experiencia: «La
experiencia es la maestra de la filosofía». Cada uno de sus análisis se apoya en una
experiencia sensible, en una intuición de algo concreto. ¿Cómo podría Aristóteles haber
fundado la biología sin abrir conejillos de Indias, sin este conocimiento experimental de los
seres vivos? Este hijo de médico pudo crear múltiples ciencias porque siempre estuvo cerca
de los hechos, siempre a la escucha de las cosas, explorando las riquezas de la naturaleza.
En realidad, la observación y la experiencia del hecho concreto son los que determinan el
desarrollo posterior de todas las ciencias. Sobre esta base realista se lleva a cabo el trabajo
de fermentación intelectual que conduce al descubrimiento de las leyes científicas, que no
tienen más ambición que la de adecuarse lo mejor que puedan a los hechos concretos. En
cambio, cualquiera que se dedique a poner en duda este contacto directo con las cosas se
expone a destruir toda ciencia.

Lo que vale para las ciencias físicas vale también, con mayor razón, para la ciencia
filosófica, que es más tributaria de la realidad que todas las demás ciencias, porque su
objeto es precisamente el ser en cuanto existe. El filósofo no estudia solamente el ser vivo
del biólogo, o el ser inanimado del físico, o el ser cuantitativo del matemático, sino que
estudia lo que se encuentra en el centro mismo del ser: su existencia íntima. El filósofo debe
ir directamente al corazón del ser, a la realidad viva y concreta, bajo pena de no ser filósofo.
Si partiera de otro punto, no sería nada. Sería como un lógico que negase la razón, o un
matemático que negase la unidad y la multiplicidad, o un biólogo que negase la vida.
Cometería el suicidio de la filosofía, y no sólo de la filosofía, sino también de toda ciencia.
Porque toda ciencia, siempre y cuando sea realmente científica, se funda en la filosofía,
como lo afirma Einstein: «Por más “positiva” [descriptiva] que parezca, la verdad teórica es una especie de metafísica oscura».

Los auténticos científicos presuponen siempre las verdades filosóficas, la existencia de
un universo real, la capacidad humana de conocer la verdad, la causa tras los efectos. Esas
verdades, aunque evidentes y triviales, son la condición necesaria de toda verdad humana.
Negarlas es reducir al hombre al estado vegetal.

Si es un hecho evidente que la razón depende de la realidad, también es fácil explicar
por qué debe ser así. Y es que comprender es informarse y, por lo tanto, recibir una forma
del exterior. La inteligencia humana vive y se enriquece en la medida en que se abre al
exterior, porque por sí misma está vacía: no es más que una hoja en blanco en la que no hay
nada escrito. La inteligencia humana, como las plantas, se alimenta de los seres que la
rodean. Es todo lo contrario de un pensamiento cerrado al mundo, replegado egoístamente
sobre sí mismo, que jamás podrá desarrollarse; porque no conocer nada es no conocer.
Aristóteles, al igual que su regio alumno, se lanza a la conquista del mundo. Alejandro
Magno quería cambiar el mundo sometiéndolo a la civilización griega. Aristóteles también pretende conquistar el mundo, pero sometiéndole su inteligencia. Ésa es la única manera de
filosofar y de conquistar mundos. Lejos de nosotros el pensar que nuestras ideas son las que
regulan las cosas; al contrario, sabemos que son las cosas las que regulan y ajustan nuestras
ideas. La inteligencia humana es una matriz que sólo está esperando ser fecundada por la
realidad y afirmarla como existente, diciendo: el cielo es azul, el hombre es racional. El
vocabulario del conocimiento traduce perfectamente esta sumisión a la realidad: el
pensamiento, fecundado por el ser, da a luz a una concepción fértil, el concepto; este
concepto del ser se llama idea —visión—, visión que es evidentemente la visión de algo; y
entonces la inteligencia intus-legit —lee por dentro— el libro abierto de la creación, el mensaje inteligible de la sabiduría divina.

Ante el universo que la rodea, la actitud de la inteligencia humana no es la de un
artesano que fabrica el mundo, el homo faber, sino la de un contemplativo, el homo sapiens.
El conocimiento es extático porque nos coloca literalmente fuera de nosotros mismos, y nos
hace capaces de abarcar lo otro y de convertirnos en ello sin dejar de ser nosotros mismos.
La filosofía, ciencia contemplativa del mundo creado, llega a su punto culminante con la
contemplación de lo Increado, la teología natural. Como nos recuerdan las Sagradas
Escrituras: «Las perfecciones invisibles de Dios se han hecho visibles desde la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas» (Rom 1: 20.) «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento pregona las obras de sus manos» (Sal 18: 2.).

Aristóteles prueba la existencia de Dios por el estudio del movimiento y por el orden que
hay en la naturaleza 3. Llama a Dios ser vivo, eterno y perfecto, porque en Él está la vida
eterna. Dios es el Acto puro, la Inteligencia pura que se contempla a sí misma. El Filósofo
concluye su Metafísica diciendo que Dios es uno, porque la multiplicidad de cabezas no es
buena para nada: es necesario que gobierne uno solo. Aristóteles demuestra así que el
espíritu humano, en buena lógica, sólo puede elegir entre Dios o el absurdo. Y todos los
esfuerzos de los malos filósofos y de los modernistas para negar el más allá sólo conducen a
reforzar esta tesis, pues siempre se hunden en la más lamentable contradicción.

3. Los negadores del ser y de la verdad
Atenas era, en el siglo V antes de Cristo, el punto de encuentro intelectual de todas las
escuelas filosóficas; pero su confrontación reveló amargamente sus limitaciones y
contradicciones. Fue en ese entonces cuando apareció la raza tan escandalosa como
improductiva de los sofistas, a los que sería mejor llamar soficidas —asesinos de la
sabiduría—. Eran profesores ambulantes, más ávidos de los beneficios de la ciencia que de
una verdad que desesperaban alcanzar. Hacían actos de prestidigitación intelectual.
Incapaces de realizar algo constructivo, se dedicaban a criticarlo todo. Para esos hombres, al
igual que los niños, la destrucción era el modo más fácil de demostrar su fuerza. Dos
aspectos de la escuela sofista deben retener nuestra atención: el agnosticismo como aspecto
negativo, y el inmanentismo como sustituto positivo. Veremos a continuación el sistema de
Heráclito, a pesar de que haya precedido históricamente a los sofistas.

Gorgias es el mejor representante del aspecto ignorantista de los sofistas, la negación de
la verdad. Se hizo célebre por su triple afirmación:
«Nada es real. Y aunque algo existiera, no podríamos conocerlo, pues el objeto pasa, mientras que el
pensamiento permanece. Y aun cuando pudiéramos conocer el ser, dicho conocimiento sería incomunicable, porque el pensamiento permanece, mientras que la palabra es fugaz»

A este suicidio intelectual, Sócrates respondió con el optimismo de la inteligencia. En
esto se hizo portavoz del sentido común, un sentido innato e idéntico en todos los hombres.
¡Atrévete a negar la existencia de la luz, y verás cómo todo el mundo se burla de ti! Ahora
bien, este mismo sentido común protesta a favor del realismo de nuestros conocimientos.
Entre los sofistas, Protágoras representa la corriente subjetiva o egologista.
«La verdad depende del parecer de cada uno, de modo que un mismo objeto puede ser blanco para uno y negro para otro. Hay dos discursos para cada cosa, contradictorios entre sí. El hombre es la medida y la razón de todas las cosas: de que sean, para las que son; y de que no sean, para las que no son».

Aristóteles le había respondido indirectamente al dirigirse a los pitagóricos, no sin
cierta pizca de humor:
«Cuando las cosas no concordaban con sus números las corregían, ayudando así a Dios a construir el mundo».

Toda esta gente parte del solo pensamiento y en él se queda. Desde el principio combate
los hechos concretos que dan firmeza y consistencia al pensamiento, y sin la cual no es más
que un sueño. Estos subjetivistas, idealistas e inmanentistas, sea cual sea el nombre que se
les dé, niegan el fundamento esencial del conocimiento. Rechazan la realidad que los
sentidos ven, tocan y palpan, y que se dirige a una inteligencia humana, no a un ángel. Son
investigadores que no investigan nada. Estos hombres, víctimas de sus alucinaciones
fantásticas, extienden frenéticamente las manos para tratar de asir en vano el objeto de sus
quimeras. No son filósofos, sino ideósofos, estudiantes del pensamiento y de las ideas, y no
hombres deseosos de conocer lo que es.

De todos sus predecesores, ninguno sufrió tanto los ataques de Aristóteles como
Heráclito (540-475). Y es que su sistema era el reverso del realismo aristotélico. Al afirmar
el ser de las cosas y su naturaleza, Aristóteles pretende poder conocerlas. La inteligencia
puede conocer las cosas porque son. Heráclito niega el ser, y por eso mismo niega también la
facultad del ser, que es la inteligencia. En su disputa con Parménides sobre el cambio, elige
entre el ser y el cambio. Según él, si se admite el ser, el cambio es imposible; ahora bien, el
cambio existe: «Todo cambia, todo se mueve, nada se detiene. El universo es como un río. Nadie se baña dos veces en el mismo río. El fuego es el elemento omnipresente y la causa de todo cambio. Es la contradicción misma, porque lo que es, en cuanto es, no es. El fuego es algo vivo y divino, principio supremo pero a la vez impersonal e inmanente en el mundo. Es la identidad entre Dios y el mundo. La misma alma humana, chispa procedente de la gran hoguera universal, al fin volverá a ella, dotada de una inmortalidad impersonal».

Hace otra comparación para explicar el cambio: «La guerra es la causa de todas las cosas. Bajamos y no bajamos al mismo río; somos y no somos; el agua de mar es a la vez la más pura y la más contaminada; el bien y el mal son una sola y misma cosa. Todo se separa y todo se une: el mismo ser vivo está muerto, el animal vive de la muerte de la planta».

Estas palabras tienen un tono más que marcial, tal vez casi marxista, pero ciertamente
modernista y destructor de la inteligencia y del ser. La guerra heracliteísta, fuente de la
contradicción y del caos universal en perpetua evolución, sólo puede engendrar la destrucción.

En su defensa del principio de no contradicción, Aristóteles no se anda con rodeos:
«Es imposible que la misma cosa tenga y no tenga el mismo ser. Poco importa lo que Heráclito, como algunos pretenden, haya opinado sobre el tema, porque no es necesario que se piense lo que se afirma».

Aristóteles explica que el error de Heráclito fue negar las esencias, que son el sujeto
imprescriptible del cambio. Negó las esencias porque confundió sentido y razón, ver y saber;
porque sus ojos sólo fueron capaces de ver las cosas sensibles en perpetuo movimiento.
¡Como si los datos de los sentidos fueran suficientes para proporcionar el verdadero saber!
Los sentidos, en efecto, perciben la trayectoria de una pelota en el aire, pero no que la pelota
siga siendo idéntica a sí misma. El dedo sumergido en agua que se está calentando siente el
frío y el calor, sin advertir que el agua que se calienta es la misma. El mundo de Heráclito
es un puro cambio, un vuelo de pájaro sin pájaro, una carrera sin corredor, un crecimiento
sin ser que crezca. ¿Se habrá dado cuenta de que, como ese animal legendario del Medioevo
que se comía los pies, su sistema del puro cambio acababa por destruir el mismo
movimiento? Al reducir la inteligencia humana al conocimiento sensible propio de los
animales, Heráclito se ve llevado a reducir el mundo visible al puro movimiento, es decir, a
la nada.
*
* *
Ya desde los comienzos del esfuerzo filosófico algunos espíritus se descarriaron,
embriagados por la fugacidad de las cosas y por los vapores opacos del mundo sensible que
oculta el mundo inteligible. El pensador Marcel de Corte juzga con dureza a estos
intelecticidas:
«La mayoría de nuestros contemporáneos que han roto deliberadamente con lo real y con su propia realidad son adolescentes tardíos que no han logrado resolver psicológicamente su crisis de pubertad. Por eso, esos efebos perpetuos se ven obligados a construir un mundo de quimeras… En el orden intelectual y moral no soportan la realidad, porque su débil inteligencia no logra horadar su corteza dura y tenaz. Por eso la niegan. Quieren aniquilarla, porque su sola presencia pone de manifiesto su debilidad. Un acto de humildad ante ella, una confesión de su misterio, serían al menos un reconocimiento de su existencia. El adolescente tardío se niega a ello: ya no puede siquiera, sea cual sea su edad, salir de su yo en que lo aprisiona la crisis permanente de que sufre. Su narcisismo constitucional lo obliga también a satisfacerse con las representaciones mentales salidas de
su propia sustancia, y cuyo modelo impone a todas las cosas, para crearse un mundo que le sea accesible, ya que ni tiene ni tendrá nunca acceso más que a sí mismo. Este hombre nuevo construye un mundo nuevo, una sociedad nueva, porque se adora a sí mismo».

Al hacer un diagnóstico tan severo de la inteligencia moderna en peligro de muerte, el
autor nos da la clave de la tragedia modernista: la negación del ser, la negación del otro y, por lo mismo, la negación del Otro que es el Ser por excelencia, el único que puede hacernos
vivir, porque es la Vida. El hombre, al replegarse sobre sí mismo por amor propio, se
condena a muerte, ya que, siendo una pobre criatura, por sí mismo no es nada. Y al amarse
y replegarse sobre sí mismo, se envenena y muere de inanición. Asfixia el germen de vida
intelectual y moral que sólo puede alcanzar su pleno desarrollo abriéndose al ser y a la
fuente de vida. Es exactamente lo que dan a entender las palabras evangélicas, en un orden
de cosas mucho más sublime:
«El que ame su vida, la perderá; mas el que pierda su vida por Mí, la salvará» (Mt 16: 25).

PAX VOBIS.

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