CIEN AÑOS DE MODERNISMO por el Padre Dominique Bourmaud- CAPITULO SEGUNDO



                                                                  CAPÍTULO II

                                        San Agustín y la Revelación del Hijo de Dios

Aristóteles, usando el sentido común y la lógica, fue el primero en elucidar las bases
definitivas de la razón humana. Las cosas existen y la inteligencia puede desde luego
conocerlas. Cualquiera que niegue las verdades del sentido común se expone a vivir como
una planta, incapaz de hacer o decir nada. Si las consecuencias son desastrosas en el ámbito
natural, ¿qué ocurrirá cuando se trate del conocimiento de Dios? El que niega estas
evidencias, ¿podrá aceptar alguna vez la verdad absoluta de la Revelación divina? Para
admitir que Dios dice la verdad, es preciso demostrar antes por medio de la razón que Dios
existe. Para ello, también es menester que el hombre sea capaz de reconocer con certeza el
hecho de la Revelación. Es necesario saber, con absoluta certeza, que Dios se ha manifestado
a través de señales milagrosas, y eso supone conocer la naturaleza y sus leyes.

Es preciso luego que Dios pueda comunicarnos, a través de un lenguaje humano, las verdades sobre su naturaleza misteriosa. Más radicalmente aún, hace falta por lo menos creer en la verdad.
Es evidente, por lo tanto, que sólo los principios de la filosofía realista pueden servir de
base a la Revelación divina. Y para que la Revelación pueda manifestarse efectivamente, la
divina Providencia ha tenido que ofrecer todas las pruebas necesarias para provocar el
asentimiento de cualquier hombre razonable. En tal caso, un realista no tendrá ninguna
dificultad en ver que debe creer. En cambio, cuando un incrédulo se niega a creer, no lo hace
porque dude de la Revelación en sí misma, sino por un prejuicio filosófico, que en este caso
es un prejuicio escéptico.

El nombre de Agustín acude naturalmente a la mente cuando se habla del escéptico
inquieto que busca la sabiduría verdadera y es ganado poco a poco para la fe católica. Su
evolución permite reconstituir el itinerario típico del escéptico moderno que pasa por las
fases de tanteo, de rechazo y, por último, de sumisión al Dios encarnado. En la medida en
que nuestra elección de la fe es fruto de un acto de la razón, su historia es de hecho nuestra
propia historia. San Agustín se convierte cuando comprende que la Revelación es necesaria
para el género humano. Y a lo largo de su vida explicará las Sagradas Escrituras, en
particular el Evangelio, como un hecho y una historia vivida, y no como un mito. Recordar
las fases de su conversión equivale a descubrir lo bien fundado de ese hecho único, pasmoso
pero real, del que emanó toda la cultura cristiana.

1. Necesidad de la Revelación y de la Iglesia

San Agustín (354-430), después de varios años de estudio y de enseñanza en África del
Norte, se siente atormentado por una enorme sed de conocer la verdad. La gracia lo persigue
tanto como las lágrimas de su santa madre, Mónica. En el año 383, huyendo de su madre y
de la gracia de Dios, se embarca con destino a Italia y consigue una cátedra de retórica en
Milán. Allí lo esperaba la conversión. Agustín, adepto de la herejía maniquea, nunca perdió
el deseo de la verdad. Rechaza finalmente la herejía cuando el obispo herético Fausto,
hostigado por sus preguntas, le confiesa su ignorancia. Entonces regresa a la fe de su
infancia y ese mismo año empieza a oír a san Ambrosio, aunque sin estar seguro aún de que

exista un camino para alcanzar la sabiduría. Su conversión intelectual, que tiene lugar en el año 385, se funda en una doble necesidad. Comprende que, además de la razón, hace falta
una autoridad para poseer la verdad con certeza. Esta necesidad la fundamenta en la divina
Providencia, que no puede negar al hombre la capacidad de conocer la verdad necesaria
para su salvación. Ahora bien, los hombres, por su sola razón, son impotentes para
conocerla, como su propia experiencia se lo ha demostrado. Pero ¿por qué la autoridad de la
Iglesia católica? Por la misma razón: iría contra Dios y contra su Providencia afirmar que
una sociedad religiosa haya logrado conquistar el mundo entero proclamándose falsamente
como la detentadora de la Revelación divina.

Así, pues, el orgulloso retórico se somete finalmente a la Revelación sólo por intermedio
de la Iglesia. Ella es el vocero de Dios. Ella es la Madre y la Maestra de la verdad. Ella
establece el puente entre el presente y la Revelación de Jesucristo, ya cuatro veces
centenaria. Ella nos permite remontar del efecto a la causa, del río a la fuente. Si la Iglesia
existe, es porque su Fundador existió realmente. Si la Iglesia es una sociedad milagrosa, es
porque su fundación fue milagrosa y divina. Ahora bien, la Iglesia es una institución visible
y viva, difundida milagrosamente por el mundo, al que ha conquistado a pesar de las más
violentas persecuciones. El catecúmeno de Milán es sensible a ello:

«Aún no vemos a Cristo, pero vemos a la Iglesia: creamos, pues, en Cristo. Los Apóstoles, al revés de nosotros, aunque veían a Cristo, no veían a la Iglesia sino a través de la fe. Vieron una cosa y creyeron en otra: hagamos nosotros lo mismo. Creamos en Cristo, a quien no vemos aún, y, manteniéndonos unidos a la Iglesia a la que vemos, llegaremos, finalmente, a ver a Aquel a quien aún no podemos ver» (Sermón 238.)

En la vida de la Iglesia, lo que más llama la atención de los espectadores del mundo
pagano, y de Agustín el primero, es su santidad, ese sello de Dios que la Iglesia lleva en la
frente y difunde a su alrededor. Sus principios morales son puros y santificantes, y así son
la causa de la santidad de sus miembros, y la causa de la extraordinaria revolución moral
que purificó y elevó el medio tan corrupto de la cuenca del Mediterráneo durante el período
de decadencia imperial. «Ved cómo se aman», decían admirados los judíos ante la caridad
cristiana. Donde reina la verdad sobrenatural florece la santidad, el heroísmo del martirio y,
en particular, la virginidad consagrada; y eso en las épocas y lugares en que menos podría
uno esperarlo. De manera que san Agustín podía replicar a sus adversarios que si Platón y
Sócrates hubiesen visto lo mismo que veían ellos, también habrían creído. Más adelante el
Magisterio repetirá casi punto por punto lo dicho por san Agustín. El concilio Vaticano I,
entre otros, afirma que:

«la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y de testimonio irrefragable de su divina legación» (Vaticano I, constitución Dei Filius, DzB 1794.)

En resumen, la Iglesia católica está provista de todas las pruebas necesarias para que todo hombre de buena fe se adhiera a ella como a la Iglesia verdadera.

2. La Iglesia fue fundada por Jesucristo

Al frecuentar la Iglesia católica y sus obispos, el retórico se halla en condiciones de
conocer a Jesús, su Fundador. A través de la Iglesia, Agustín tiene acceso a otro monumento
histórico de esta Revelación divina, preservado desde hace cuatro siglos: el testimonio
escrito de las profecías mesiánicas y de la vida y doctrina de Jesús. Ya antes de abrazar la fe había tenido oportunidad de estudiar el Antiguo y Nuevo Testamento como simples
documentos históricos.

El Antiguo Testamento sirve de punto de apoyo al Nuevo, puesto que lo prepara y predice. Por esta razón san Agustín podrá decir que los judíos de la diáspora, fanáticamente opuestos al cristianismo, son de hecho sus mejores testigos, puesto que suministran todas las garantías posibles de la verdad de las profecías pasadas. Así que a un hombre de buena fe, libre de prejuicios, le basta confrontar la historia de Jesús con las profecías mesiánicas, para ver lo bien fundado de la fe cristiana y reconocer en Jesús al Mesías esperado.

Ahora bien, esta historia de Jesús nos la relatan los Evangelios, que se presentan como
reportajes históricos de la manifestación de Dios a los hombres:

«Lo que era al comienzo, lo que hemos oído y visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y que nuestras manos han palpado del Verbo de Vida, porque la Vida se ha manifestado y la hemos visto» (1 Jn 1: 1.)

Repugna a los Evangelios ser tratados como productos de la imaginación fértil de poetas
semíticos, como pretenden todos los modernistas imbuidos del virus idealista. San Agustín
tuvo contacto con las elucubraciones caprichosas de los maniqueos. Es indudable, pues, que
sabe distinguir entre un cuento de hadas y la Revelación divina. Hombre de vasta cultura,
sabe que, entre todos los escritos antiguos, los Evangelios son los mejor conservados.
Comprende naturalmente que esos escritos, que se presentan como reportajes históricos, son
eso y no otra cosa.

Ahora bien, ¿qué nos revelan? Los evangelistas cuentan la historia de un hombre que
vivió entre ellos durante tres años, que hizo milagros con profusión y cumplió todas las
profecías mesiánicas, que murió crucificado y resucitó al tercer día. Esos evangelistas,
hombres de vida al aire libre y acostumbrados al trabajo duro, eran poco propensos a las
alucinaciones. Por otra parte, si los milagros hubieran sido leyendas, fácil les habría sido a
sus enemigos negarlos en vida suya; y, sin embargo, se cuidaron mucho de hacerlo. Además,
¿cómo podríamos acusar a esos escritores de engañar a sus lectores a sabiendas, cuando no
dudaron en sellar su testimonio con su propia sangre? Si hay testigos dignos de fe, son desde
luego los que no temen morir como mártires de la verdad histórica que proclaman.

Poco a poco, el joven profesor de retórica, peleando aún con sus propias dudas, empieza
a amar y reconocer mejor en la persona de Jesucristo al taumaturgo que cura a enfermos y
leprosos, al gran profeta de los acontecimientos futuros que se produjeron efectivamente,
como la destrucción de Jerusalén en el año 70. Sobre todo ve en Él al Mesías anunciado
desde hacía cuatro mil años. Los milagros y las profecías serán siempre las pruebas mejores
y más objetivas de que el dedo de Dios está ahí. Agustín había encontrado el camino de la
salvación, pero su orgullo seguía poniendo obstáculos a la verdad revelada. Veía que debía
creer, pero aún le faltaba quererlo. No era lo bastante humilde para concebir que el humilde
Jesús fuese su Dios, y no había comprendido la lección de su debilidad humana (Confesiones, VII, 18.)

Por fin, en septiembre del año 386, comprende el profundo misterio de la encarnación.
Recibe la gracia de la conversión cuando comprende que Cristo, el Dios encarnado, manso y
humilde de corazón, es el único camino de la salvación. Todas sus luchas e indecisiones de
corazón se curan de golpe cuando, bajo la repentina inspiración de la voz de un niño que le sugiere que abra las Escrituras, lee el pasaje de san Pablo sobre la continencia (Rom 13: 13-14.) Su amor y
su humilde sumisión a Jesucristo habían vencido su orgullo y sus pasiones. Agustín, al igual
que Saulo en el camino de Damasco, se convierte definitivamente a Jesús, su Salvador.
Como Saulo, el catecúmeno predica a partir de entonces a Jesucristo, gloriándose de no
conocer sino a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Como san Pablo, todo lo cifra en
Nuestro Señor. «Si Jesucristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (Cor 15: 17.) Para ambos, el
fundamento de toda la vida es su fe, y el fundamento de toda su fe es la Revelación histórica
de Dios en la persona de Jesucristo.

Más tarde, el itinerario de su propia conversión le sirvió de modelo para sus oyentes.
Los lleva por el mismo camino que a él lo había conducido a la Revelación histórica de
Jesucristo. Los incrédulos niegan que Dios haya hablado, pero esto es poco razonable, puesto
que no pueden explicar la existencia de la Iglesia o de los documentos históricos que forman
el Antiguo y Nuevo Testamento. La primera lección que hay que dar a los catecúmenos se
refiere a los hechos evangélicos entendidos como la historia de la salvación, y no como una
teoría ideal e imaginaria, que es como la entendían sus viejos amigos neoplatónicos. Por eso
escribe al diácono Deogratias que a los neófitos hay que explicarles la historia real de la
buena nueva de Jesús, como la explicó Felipe sentado en el carro del ministro de la reina
Candace, o sea, interpretando las profecías y explicando cómo se han cumplido. Todo, desde
la creación hasta nuestros días, se centra en Jesucristo y en la Iglesia, y en ellos encuentra
su perfección. En suma, la conversión y las obras del obispo de Hipona están fundadas en la
evidencia de la Revelación, en el hecho de que Dios ha hablado a los hombres.

3. La Sagrada Escritura es infalible

Después de aceptar la fe y recibir el bautismo de manos de san Ambrosio, san Agustín
pudo dedicarse con toda tranquilidad al estudio de su nueva religión. Consagrará a ello toda
su vida. Vuelve a tomar en sus manos y medita entonces la Palabra de Dios. En su época,
son raros los espíritus críticos que niegan que Dios pueda revelarse y manifestarse a través
del lenguaje humano, por imperfecto que sea. Son pocos los escépticos que consideran las
profecías de la Sagrada Escritura como experiencias personales, embellecidas por la fe y
emotividad pasional del profeta. A éstos hubiera podido responder el santo obispo con las
palabras de san Pablo: «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará
para la batalla?»  Si Dios habla, no es para nada. Y, como la Revelación pública tiene una
utilidad común, la Providencia divina debe protegerla de cualquier error, pues de su
aceptación o de su rechazo depende la salvación o la condenación eterna.

Y si Dios ha hablado, ¿quién no ve que hay que creer de todo corazón en la autoridad de
Dios, pues no puede ni engañarse ni engañarnos? El santo dice, al comentar los salmos:
«¿Qué quiere decir que “la palabra del Señor es justa”? Que Él no te engaña. Tampoco lo engañes tú a Él, o más bien no te engañes a ti mismo. ¿Puede engañar Aquel que todo lo sabe?». «No es una pequeña parte de la ciencia el estar unido al sabio. Él tiene ojos para conocer, tú tienes ojos para creer. Lo que Dios ve, créelo tú»

Ésta es la razón por la que el santo obispo va a sostener, contra viento y marea, la inerrancia bíblica, o sea la infalibilidad absoluta de la Sagrada Escritura. Para él, la Sagrada Escritura no es sólo la obra de Dios, sino que es el mismo Verbo encarnado. A menudo vuelve a tocar este tema de la autoridad escrituraria:

«De esa ciudad a la que vamos nos han llegado varias cartas que nos exhortan a vivir adecuadamente. Jesús habló por boca de los profetas y guió la pluma de los Apóstoles; los escritos de los Apóstoles son los escritos del mismo Jesucristo. “Oh, hombre: lo que declaran mis Escrituras, soy Yo quien lo dice”. La fe será indecisa si la autoridad de la Escritura es vacilante. Nadie duda de la verdad de las Escrituras, salvo el infiel y el impío. Si te parece haber encontrado un error en el texto, es porque o la copia ha sido mal hecha, o el traductor se ha equivocado, o no lo has comprendido. En las Escrituras aprendemos quién es Cristo, aprendemos qué es la Iglesia» (Frases extraídas, respectivamente, de las siguientes obras: In Psalmo 90, 2, 1, ML 37, col. 1159; De Doctr. christ. 2, 6; De Doctr. christ. 37, ML 34, col. 35; De Gen. ad litt.; Contra Faustum 11, 4, ML 42, col. 249; Confesiones 13, 28, ML 32, col. 864; Epístola 105, 3, 14, ML 33, col. 401)

Para san Agustín, la Sagrada Escritura habla de Jesucristo; es Jesucristo quien habla
en ella; ella es Jesucristo. ¿Cómo se entiende la relación entre la Sagrada Escritura y la Iglesia? Ambas tienen entre sí una función complementaria, porque contribuyen a enseñar la Revelación perfecta de Dios a los hombres. Esa Revelación divina, el depósito de la fe, contiene todo lo que Dios
nos ha dado hasta la llegada de Jesucristo, en forma oral o escrita. Es doble, porque abarca
la Tradición apostólica y la Sagrada Escritura, o, dicho más llanamente, el catecismo y la
Biblia. Las dos fuentes están unidas pero subordinadas. La Sagrada Escritura ocupa el
segundo lugar, no sólo porque sale a luz bastante después de la predicación apostólica, sino
también porque es incompleta: dista mucho de describir todo lo que Jesús ha dicho y hecho (Jn 21: 25.)

Sólo después de comprobar la divinidad de la Iglesia, se aplica el catecúmeno a la
Revelación propiamente dicha. Según san Agustín, el Evangelio, solo, está como suspendido
en el aire y privado de fundamento. Únicamente puede convertirse en regla de fe bajo la
autoridad divinamente establecida de la Iglesia.
«De la Iglesia hemos recibido las Escrituras. Es ella la que funda su autoridad y su enseñanza. La Iglesia es la guía que debemos seguir en la interpretación del Evangelio y de la Tradición. Si te encontraras con alguien que aún no cree en el Evangelio, ¿qué responderías cuando te dijera: “No creo”? Personalmente, yo no creería en el Evangelio si no me obligara a ello la autoridad de la Iglesia católica» (De Gen. ad litt. 1, Ep. Man. 5, 6, ML 42, col. 176.)

Así, el que sería el doctor preferido de Lutero condena todo el sistema protestante de la
sola Scriptura. San Agustín siente demasiado respeto por el Evangelio como para dejarlo
librado a la interpretación caprichosa del primer recién llegado. Sabe que los hombres
tienen necesidad de una sociedad que hable con gravedad y autoridad divinas para enseñar
infaliblemente la verdad y la salvación. El mundo tiene necesidad de una Iglesia que sea
Madre y Maestra de la Revelación divina anunciada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho
hombre.

*
* *
El estudio de la vida y de la conversión de san Agustín nos manifiesta el itinerario natural del espíritu para demostrar la verdad de la Revelación en su integridad. De los efectos actualmente visibles se llega a las causas. Si hoy existe una sociedad religiosa que ha dominado al mundo milagrosamente a pesar de terribles persecuciones sangrientas, y ha santificado milagrosamente a una sociedad decadente, es porque está marcada con el sello de Dios, tanto ella como su Fundador.

Y, puesto que existe realmente, su Fundador también existió realmente. Si, además, contamos con escritos contemporáneos de la vida, milagros y palabras de este Fundador, será muy fructífero verificar si esta vida y doctrina sublimes son dignas de Dios y capaces de ennoblecer al hombre. Si se puede confrontar la vida de este Fundador con los antiguos escritos mesiánicos que supuestamente ha cumplido, tenemos un motivo adicional para creer en esta religión. De esas investigaciones se deduce que Dios se ha revelado a los hombres, y esta Revelación es tan real como la Iglesia católica. Para san
Agustín, y para todo cristiano digno de ese nombre, la evidencia del hecho histórico de la Revelación de Dios es el fundamento de toda la fe cristiana. Ahora bien, este carácter histórico de la Revelación divina es precisamente el escollo contra el cual tropezarán todos los modernistas. Inventarán mil argucias para desvincular al Evangelio y a la Iglesia de su Fundador, a los efectos de su causa. Las soluciones artificiales de los racionalistas sólo logran resaltar más sus prejuicios filosóficos, y sirven, en cambio, para reforzar nuestra fe en Jesucristo nuestro Salvador.

PAX VOBIS.




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