MES DE SAN JOSE- DÍA 20


Día 20 de Marzo dedicado al Glorioso Patriarca San Jose


                                           MES DE MARZO DEDICADO A SAN JOSE

ORACIÓN PREPARATORIA
Acto de Contrición: Señor mío Jesucristo, etc.

Oh gloriosísimo Padre de Jesús, Esposo de María. Patriarca y Protector de la Santa Iglesia, a quien el Padre Eterno confió el cuidado de gobernar, regir y defender en la tierra la Sagrada Familia; protégenos también a nosotros, que pertenecemos, como fieles católicos. a la santa familia de tu Hijo que es la Iglesia, y alcánzanos los bienes necesarios de esta vida, y sobre todo los auxilios espirituales para la vida eterna. Alcánzanos especialmente estas tres gracias, la de no cometer jamás ningún pecado mortal, principalmente contra la castidad; la de un sincero amor y devoción a Jesús y María, y la de una buena muerte, recibiendo bien los últimos Sacramentos. Concédenos además la gracia especial que te pedimos cada uno en este devoto mes. Amen.

Pídase con fervor y confianza la gracia que se desea obtener.
A continuación rezar la oración del día que corresponda      

Día 20 de Marzo- SAN JOSÈ EN COMPAÑÍA DE JESÚS

 La vida pobre y escondida en Nazaret, a lado de tus seres queridos, te llevó, querido santo, a ser un trabajador responsable y activo, sin escatimar sacrificio alguno. Obtenme, oh san José, la gracia del espíritu de pobreza, siendo responsable en mis quehaceres.

                                                              Jesucristo es mi vida.
                                                                  (Filip. 1, 21).

No hay práctica de piedad más dulce y más ventajosa para las almas piadosas, que el ejercicio de la presencia de Dios. Ver a Dios en todas las criaturas: el alma puede encontrarle y unirse a Él. El está  presente en nuestros corazones como en un templo sagrado, en el cual reside complacido, y hace gustar a los que le son fieles, delicias que no alcanzan a comprenderse fácilmente. «Convertíos a Dios de todo corazón —dice el piadoso autor de la Imitación—, dejad este mundo falaz, y vuestra alma hallará la paz. Jesucristo vendrá a vosotros y os hará sentir la dulzura de sus consuelos, y le prepararéis en vuestra alma una morada digna de El».
El cristiano fiel en caminar en la presencia de Dios, halla a Dios doquiera, dentro y fuera de sí; como San José, vive con Dios, en Dios y de Dios mismo. Vive con Dios, por una conver­sación casi continua con El; vive en Dios, porque descansa úni­camente en El; vive de Dios, porque por el comercio interior y fa­miliar que tiene con Dios, Dios se convierte en la vida y el ali­mento de su espíritu y de su corazón.

Si el recuerdo de Dios, la fidelidad en vivir en su santa presencia, son un medio tan eficaz de perfección y una fuente tan pura y abundante de incontables consuelos, ¿cuál no habrá sido la felicidad de José, que tuvo la suerte de vivir en la compañía del Unigénito de Dios?…
Santa Teresa de Jesús, alma tan iluminada en los caminos de Dios, formada por San José en la vida interior, dice que la humanidad de Jesucristo es la puerta que nos introduce en el santuario de su divinidad. Si así es, ¿quién más que San José pudo penetrar en ese océano de luz y majestad, él que no cesaba de adorar, de contemplar y amar a ese Verbo  Encarnado, que veía con sus ojos, tocaba con sus manos y nutría con el fruto de sus sudores?. . . Gozaba desde ya en este mundo —dice la Iglesia — de la felicidad reservada a los santos en el cielo.

«La práctica de la presencia de Dios — dice San Francisco de Sales—es el ejercicio de los bienaventurados, es decir, el ejer­cicio continuo de la beatitud, de acuerdo con las palabras de Je­sucristo: Los ángeles contemplan de continuo el rostro de mi Padre que está en los cielos. Que si la reina de Sabá consideraba bienaventurados los siervos y los cortesanos de Salomón, porque estaban de continuo en su presencia y escuchaban las palabras de sabiduría que salían de su boca, ¡cuánto es más feliz el alma fiel que vive de continuo en la compañía de Aquel a quien los án­geles desean siempre contemplar, aun cuando le vean incesan­temente! … Porque es el deseo perennemente renovado de ver a Aquel que contemplan, sin que este anhelo pueda saciarse jamás».

¡Oh, cómo José debía sentirse feliz de poder conversar lar­ga y familiarmente con Jesús, el Verbo del Padre, la sabiduría increada! ¡Qué satisfacciones, qué dulzuras en esos coloquios con el más amable de entre los hijos de los hombres! Non habet amaritudinem conversatio illius nec taedium convictus illius!. …

¡Oh, qué maravillosos efectos producía sobre el corazón tan puro de San José la presencia visible y continua de Dios!… Más privilegiado que ningún otro santo, todos los objetos que se ofrecían a su mirada no servían sino para aumentar su reco­gimiento e inspirarle nuevo fervor. Vive junto a Jesús; y más afortunado que la esposa de los Cantares, no debe ir errando por las plazas de la ciudad para hallar a su Amado.

Si el padre de Orígenes se llegaba en el silencio de la noche a besar el pecho de su hijo, como tabernáculo de Dios que tanto ama la inocencia, ¡cuántas veces la piedad de José debió de despertarlo en la noche para llevarlo hasta la cuna del divino Salvador!… Si viajaba, lo hacía con Jesús, a quien tenía entre sus brazos, o dirigiendo sus pasos; si tomaba su frugal alimento, lo hacía en presencia de Jesús, el cual comía en su misma mesa y sentado junto a él, mientras lo alimentaba interiormente de su divinidad. Los discípulos de Emaús, por haber partido el pan una sola vez con Jesús, sintieron enardecer sus corazones en amor divino. ¡Qué diremos de José, que si ejercía su profesión, era junto a Jesús, dividiendo con Él las fatigas, y recibiendo en cam­bio su ayuda; si hablaba, era siempre con Jesús y con María; si oía, escuchaba siempre la voz dulcísima de Jesús: Favus distillans labia tua mel et lac sub lingua tua; y si se oía llamar, era con el dulce nombre de padre, de los labios de un Hijo tan grande y tan excelso!…

Bien pudo decir, con la esposa de los Cantares: «Mi alma se deshace oyendo a mi Amado, y el sonido de su voz es de una dulzura admirable».

¡Qué efusiones de amor paternal! ¡Qué retribución de amor filial!. . . José es tenido por padre de Jesús; Jesús pasa por hijo suyo, y ambos cumplen con los deberes que exigen uno y otro tí­tulo. El Santo Patriarca alberga a Jesús; le provee de lo nece­sario, y Jesús responde plenamente a los paternales cuidados con amor, con caricias, con obediencia. Lo acompaña doquiera, y después de haberlo honrado toda su vida, lo asiste en su muerte, recoge su último suspiro y le cierra los ojos.

¡Cuántas veces, pleno de maravilla y respeto ante tanto fa­vor, no habrá exclamado: ¡Cómo sois grande, Dios mío! Aun cuando los hombres y los ángeles hicieran todos los esfuerzos posibles para comprenderos, no alcanzarían nunca la magnifi­cencia de vuestra grandeza; tanto más, cuanto de lo más alto de los cielos os dignáis abajar vuestra mirada sobre una miserable criatura, sobre un átomo: Et dignum ducis super hujuscemodi aperire oculos (Job, XIV, 3). Vos halláis dilección infinita en contemplar vuestras perfecciones, y dirigís vuestra mirada llena de bondad sobre vuestro siervo, lo buscáis, lo acercáis a vuestro Corazón, venís a vivir con él, os sentáis a su mesa, y queréis que os ame, y establecéis con él una amistad tierna y cordial: Quid est homo quia magnificas eum! Aut quid apponis erga eum cor tuum? (Job, VII, 17).

Los efectos de esta presencia de Dios, y de esta contempla­ción que   es su consecuencia, no sólo los sentía José en su inte­rior, sino que se reflejaban en su exterior, edificando a cuantos lo veían.

Es privilegio de las almas interiores inspirar a quien las ve y oye su palabra, los sentimientos de que están animadas. La santidad que resplandecía en toda la persona de José, su ange­lical modestia, la serenidad de su rostro, la inocencia y la pureza de sus miradas, la dulzura y afabilidad de sus palabras, el candor de su alma hermosa, que se trasparentaban en su manera de ser; la serenidad de su corazón, manifestada en todas sus acciones, eran otros tantos maravillosos frutos de su unión con Jesús, que elevaban hacia Dios a quienes  tenían la fortuna de acercarse a él.

Muy cierto es, oh almas interiores, que jamás llegaréis a la contemplación sublime a que fue levantado este gran Santo; pero debéis procurar imitarlo, por cuanto lo puede vuestra debi­lidad, en ese culto interior y perfecto de todas sus disposiciones hacia el divino Salvador.

Debéis, por lo tanto, tener una atención continua hacia Je­sucristo, que habita en vuestro corazón como en un cielo interior, donde quiere deleitarse y hacerse conocer y amar. Empeñaos en hacer todas vuestras acciones, aun las más indiferentes, con rec­titud de intención, siguiendo las luces del Espíritu Santo y con una entera dependencia de su auxilio. Conservad en vuestro co­razón una gran pureza y un perfecto desapego de las criaturas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

«Es imposible —dice San Ambrosio— que nuestra alma pueda recibir la luz tan pura de la presencia de Dios, si está man­chada por el pecado». Huid con gran diligencia de cuanto pueda turbar la paz y la tranquilidad de vuestra alma. «Sólo cuando el Espíritu Santo encuentra nuestra alma tranquila, esparce en ella su gracia y su luz interior», dice San Efrén. Y así como el agua de un lago no puede reflejar el sol y los astros, si no está en plena bonanza, así la imagen de Dios no puede imprimirse en nuestra alma sino cuando está pura y en paz. Acostumbraos, como el Profeta, a valeros de todas las criaturas para elevaros hacia Dios y contemplar su sabiduría y su inmensidad. «Si fuese recto vuestro corazón, todas las criaturas os servirían como espe­jo de vida y libro lleno de santas instrucciones» (Imitación de Cristo).

No hay criatura, por pequeña o vil que sea, que no nos ofrezca alguna imagen de la bondad de Dios. Que el universo sea, pues, como un vasto templo en el que adoréis a Dios, y un libro admirable en el que todo os recuerde su presencia y su omnipotencia divinas. «Señor —decía David—, Vos me habéis llenado de alegría con la contemplación de vuestras criaturas, y manifestaré este gozo alabando las obras de vuestras manos» (Sal. XCI, 5).

Y por último, entre otros medios de que os podéis valer para manteneros en la santa presencia de Dios, el mejor y el más eficaz es el de tener, como San José, la vida de Jesucristo, sus mis­terios y sus divinas palabras presentes en vuestro espíritu y en vuestro corazón, y recibiréis de ellos la luz interior que necesitáis.

Cuando os despertáis por la mañana, representaos al adora­ble Niño de Nazaret, el cual, al despertar se ofrecía en sacrificio a su Eterno Padre. A su ejemplo, abriendo los ojos a la luz, abrid los del alma para mirar a Dios dentro de vosotros, adorarle inte­riormente, y consagrarle todas vuestras obras, afectos y pensa­mientos. Cuando os vestís, recordad que Jesús fue llevado delante de Herodes con ropaje blanco, como un insensato, o bien imaginaos a María que en el pesebre le envuelve en pobres pañales con un amor respetuoso. Cuando hacéis oración, pensad en Jesús rogando a su Eterno Padre, y a imitación de José, uníos a sus disposiciones. Cuando trabajáis y llenáis los deberes de vuestro es­tado, recordad que Jesús trabajó en calidad de ayudante de San José durante treinta años: In laboribus a juventute mea; que se preocupó por vuestra salud, y lejos de lamentaros, unid con amor y resignación vuestras fatigas a sus fatigas, vuestras obras a sus obras. Si se os ordena alguna cosa penosa a la naturaleza, recordad al Hijo de Dios sometido y obediente a María y a José, y unid de inmediato vuestra obediencia a la suya.

Cuando toméis vuestro alimento, invitad a Jesucristo; admi­rad con qué modestia, con qué frugalidad restauraba sus fuerzas, para poder trabajar mejor por la gloria de su Padre y por la salvación de las almas. Cuando os toméis el recreo necesario, recordad cuán dulce y afable era Jesús cuando conversaba con José o con los Apóstoles. Si oís malos discursos o veis cometer algún pecado, pedid perdón a Dios teniendo presente el dolor que hería el Corazón adorable del divino Salvador, cuando veía a su Padre ofendido y desconocido por los hombres; y entonces decid con Él: «¡Ah, Padre mío, el mundo no os conoce!…»

Cuando os confesáis, pensad en Jesús profundamente afli­gido en el huerto de los Olivos, donde llora amargamente nuestros pecados. Si asistís a la santa misa, unid vuestro espíritu a las divinas intenciones de Jesucristo, que se sacrifica sobre el altar para glorificar a su Padre y por vuestros pecados. Cuando os dispongáis al sueño, no olvidéis que el Salvador no descansaba sino para consagrar nuevamente sus fuerzas a la salvación de las almas, repitiendo las palabras que luego había de pronunciar en el doloroso lecho de la Cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Con este ejercicio de la presencia de Dios y de unión con Jesús, se adquiere una facilidad admirable para practicar actos de virtud: “Camina en mi presencia, dice el Señor a Abraham, y serás perfecto.”

 ORACIÓN FINAL

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María y amable protector mío San José, que jamás se ha oído decir que ninguno haya invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio sin haber sido consolado. Lleno, pues, de confianza en vuestro poder, ya que ejercisteis con Jesús el cargo de Padre, vengo a vuestra presencia y me encomiendo a Vos con todo fervor. No desechéis mis súplicas, antes bien acogedlas propicio y dignaos acceder a ellas piadosamente. Amén.

PAX VOBIS.



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