MES DE SAN JOSÈ- DÍA 21


Día 21 de Marzo dedicado al Glorioso Patriarca San Josè


                                         MES DE MARZO DEDICADO A SAN JOSE

ORACIÓN PREPARATORIA
Acto de Contrición: Señor mío Jesucristo, etc.

Oh gloriosísimo Padre de Jesús, Esposo de María. Patriarca y Protector de la Santa Iglesia, a quien el Padre Eterno confió el cuidado de gobernar, regir y defender en la tierra la Sagrada Familia; protégenos también a nosotros, que pertenecemos, como fieles católicos. a la santa familia de tu Hijo que es la Iglesia, y alcánzanos los bienes necesarios de esta vida, y sobre todo los auxilios espirituales para la vida eterna. Alcánzanos especialmente estas tres gracias, la de no cometer jamás ningún pecado mortal, principalmente contra la castidad; la de un sincero amor y devoción a Jesús y María, y la de una buena muerte, recibiendo bien los últimos Sacramentos. Concédenos además la gracia especial que te pedimos cada uno en este devoto mes. Amen.

Pídase con fervor y confianza la gracia que se desea obtener.
A continuación rezar la oración del día que corresponda  

Día 20 de Marzo- MI AMADO ME PERTENECE Y YO A ÉL

Nadie después de tu esposa, querido san José, recibió, de la bondad de Dios, tanto como tú. Y después de María, nadie cultivó tanto un corazón agradecido por los dones recibidos. Haz, oh san José, que yo sea consciente de los dones que Dios me otorga cada día.

                                                 Mi amado me pertenece, y yo a él.
                                                                 (Cant. II, 16.)

Jamás podremos comprender los consuelos divinos y las inenarrables delicias que San José gustó en sus íntimas vincula­ciones con Jesús. ¿Quién podrá medir los trasportes de amor, los éxtasis de este padre bienaventurado, la primera vez que tuvo la suerte de estrechar sobre su corazón tan tierno y tan puro a Aquel a quien adoran los ángeles en dulces deliquios de amor: Trementes adorant angeli?…

¿Quién podrá referir los sentimientos de esa alma tan amante, cuando con las suyas se confundían las dulces miradas de Jesús, que respondía al amor de su dilecto padre, no sólo con el reconocimiento, sino también con la efusión de sus divinos favores?… Las caricias que Jesús hacía a José, no eran como las de los niños comunes, de simple instinto: eran demostraciones razonadas de caridad, emanaciones de su divinidad, pruebas infa­libles de su predilección; eran caricias inspiradas, que producían efectos deliciosos de santidad y perfección. ¿No podemos decir de José como de Simeón: El anciano llevaba al Niño, y el Niño gobernaba al anciano; el anciano era la fuerza del Niño, y el Niño era la ciencia del anciano; el anciano sostenía el cuerpo del Niño, y este sostenía el alma del anciano?. . .

Tertuliano admiraba la gloria y la suerte del trozo de tierra que fue tocado por las manos de Dios, cuando quiso modelar el cuerpo de nuestro primer padre, pues que sus manos adorables santifican y divinizan cuanto tocan: Ita toties honoratur, quoties manus Dei patitur.

¡Oh, San José, qué grande fue vuestra suerte al tener tantas veces el honor de acariciar al Salvador!… Pero aun has sido más afortunado, porque aquellas manos poderosas, que son fuen­te tan abundante de gracias, de bendiciones y de vida, os hayan acariciado a Vos: Itaque toties honoratur, quoties manus Dei patitur.

¡Ah, no, el divino Salvador no os tocó jamás con sus sagra­das manos sin dejar alguna divina impresión, y cada vez ma­yor!… ¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de los indecibles favores y consuelos con los que Jesús inundaba el corazón de su padre, en su continuo trato con él?…

Si Juan, el discípulo amado, repitió doquiera que la suerte que tuvo de reposar sobre el pecho adorable de su divino Maes­tro, fue un favor insigne, lo que para San José era un derecho, y lo que fue concedido una sola vez al afortunado Apóstol, era felicidad de todos los días para nuestro Santo Patriarca, en la in­fancia de Jesús, cuando reposaba amorosamente sobre el corazón de José, y en la vejez de este, cuando junto al divino Salvador saboreaba un dulce descanso: Sub umbra illius, quem desideraveram sedi, et fructus eius dulcís gutturi suo.
María Magdalena acercó sus labios y dejó su alma cautiva a los pies del Salvador, y José recibió con María el primer beso, la primera caricia del Dios Niño.

Decídnoslo, si podéis, bienaventurado José; ¿qué pasaba en vuestro corazón cuando ese Niño divino sonreía a vuestro amor, estrechaba con sus divinas manos vuestra frente virginal, y acercaba a vuestros labios su boca adorable?. . .

¡Qué delicio­so júbilo debió de ser el vuestro, cuando el divino Niño articuló las primeras palabras, vuestro nombre y el de vuestra augusta y castísima esposa!… Vox enim tua dulcis… ánima mea lique­facta est ut locutus est.

«¡Oh gran San José —exclama el santo Obispo de Ginebra—, esposo amantísimo de la Madre de Jesús, cuántas veces tuvisteis en vuestros brazos ese Amor del cielo y de la tierra, mientras, inflamado por los besos y abrazos de aquel divino Niño, vuestra alma se deshacía de gozo al oír repetir a vuestro oído (¡oh Dios mío, qué suavidad!) que vos erais su gran amigo, su padre!…»

¡Con qué lágrimas, con qué celestiales acentos le responde­ríais! … ¡En verdad que vos habéis hallado al dilecto de vues­tra alma: Inveni quem diligit anima mea, tenui eum, nec dimittam!…
Si el seráfico San Francisco de Asís gustaba dulzuras inde­cibles en repetir durante noches enteras estas conmovedoras pa­labras: Mi Dios y mi todo; José, más bienaventurado, podía decir, no sólo como Santo Tomás: Dios mío y Señor mío, sino: Mi hijo y mi todo.

Este padre bienaventurado no vivía en la tierra sino con el cuerpo: su alma estaba en el cielo, cuyas puras delicias gusta­ba a raudales. Lo afirma la Santa Madre Iglesia cuando, diri­giéndose a San José, le dice: Maravilloso destino: desde esta vida sois igual a los ángeles, participáis de su felicidad y gozáis de Dios: Tu vivens superis par, frueris Deo, mira sorte beatior (Oficio de San José).

¡Qué satisfacción para ese padre bienaventu­rado, contemplar ese templo vivo que la divinidad llenaba de su gloria, crecer entre sus manos; esa soberana razón escondida bajo la debilidad de la humanidad, desarrollarse bajo sus cuidados, y hacer resplandecer bajo el velo de la infancia los primeros destellos de esa sabiduría infinita que debía confundir toda la prudencia del siglo: Puer autem crescebat et confortabatur, in sapientia!

¡Oh, gloria de Nazaret! ¡Qué felicidad estar solo con Él durante treinta años, ignorado de toda la tierra; solo con Él, olvi­dado del mundo entero!…
¡Oh, alegrías puras, alegrías desco­nocidas!
¡Oh felicidad, el verle crecer bajo vuestros ojos!
¡Oh dulce imagen de las alegrías del cielo!
¡Qué torrentes de delicias inundaban vuestro corazón, oh San José!. . .

Si San Juan Bautista, que no vio al Salvador sino a través de un muro, al decir de un Santo Padre, sintió tanta alegría, que saltó de júbilo; si el santo anciano Simeón, por haberle tenido entre sus brazos un momento, creyó que sus ojos no podrían hallar sobre la tierra nada que fuera digno de sus miradas, ¡qué efectos debían de producir en el alma de José las caricias y la continua familiaridad con Jesús!. . .

¡Cuántas veces, oh bienaventurado padre, contemplando vuestra dulce imagen, envidié vuestra venturosa intimidad con Jesús!… Y sin embargo, esa misma mañana me había sido dado gozar de una felicidad me atrevería a decir aun mayor que la vuestra. También yo, a pesar de mi miseria, he ordenado a Jesús, y El, obedeciendo a mi palabra como a la vuestra, bajó del cielo al  altar por mi ministerio, y repitió en mi favor el adorable sacrificio del Calvario.

Pero esto no bastó a su amor; no solamente Jesús me permi­tió reposar sobre su Corazón, sino que descendió al mío, mezcló su Sangre con la mía, y unió mi alma a su alma: Erant cor unum et anima una; nuestras dos vidas se confundieron; nuestras dos existencias formaron una sola: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus; y esta felicidad se renueva para mí cada día.
¡Cuántas veces, oh mi bienaventurado padre, tuve como vos la suerte incomparable de llevar a Jesús escondido bajo los velos del Sacramento!… Como a vos, me es dado habitar bajo el mismo techo que Jesús, entretenerme con El familiarmente a cada momento; no hay hora que pueda llamar más propicia o favorable, pues siempre está pronto con su santo amor, por­que El no se oculta con el sol; su ojo está siempre abierto, y su oído siempre atento; siempre está dispuesto a interrumpir la ora­ción que por mí dirige a su Eterno Padre, para escuchar mis penas y mis necesidades.

Jesús os llamaba su padre, y su condescendencia y su amor llegan hasta darme los dulces nombres de hermano y amigo: Vos autem dixi amicos. . . Vado ad fratres. Permite que a su Padre celestial le llame Padre mío: Pater noster qui es in caelis, y a María, su santísima Madre, Madre mía: Ecce Mater tua.

Después de haber vivido, como vos, en la intimidad de Jesús, tengo también la dulce esperanza de dormirme entre sus brazos y entrar con El en la casa de mi eternidad.

En efecto, es propio de la Eucaristía el darnos todo un Dios a los hombres, no sólo como un objeto de adoración, sino también como un objeto de piadoso, tierno, religioso amor. Aquel que reina en los cielos, el Dueño, principio y fin de todas las cosas, quiere ser amado, y como la debilidad humana no podía elevarse hasta su infinita grandeza, Él, que es la misma fortaleza, se hizo, como se dice, débil con los débiles, abajándose hasta nosotros despojado de su infinita majestad, como un amigo que se da, no para ser tratado como monarca, sino como esposo y amigo de nuestra alma.

La comunión eucarística es un paso entre la unión con Dios concedida a los antiguos justos en este lugar de destierro, y la de que gozan los santos en la patria. Más felices nosotros que los primeros, no sólo participamos de la gracia, sino de la sustancia misma del Hombre-Dios, que se une cada día a nosotros para purificar nuestra alma y para alimentarnos con su Sangre. Es la unión con Dios llevada, si así puede decirse, a la más alta potencia que pueda alcanzarse en los límites del orden presente; más allá está el cielo. Y en verdad, si cuando la sustancia divina se mezcla a nuestra sustancia, Dios trasformara en la misma proporción nuestra inteligencia, nuestro amor en su amor, le veríamos cara a cara, le amaríamos con un amor semejante a aquella clara visión, y habríamos logrado la plenitud de la regeneración, seríamos tan bienaventurados como los santos.

Hubieras tenido por gran favor, oh alma mía, que José hubiese puesto a Jesús sobre tu corazón y te hubiese permitido colmarle de besos y caricias. Reaviva tu fe, ya que en la santa comunión tienes una felicidad mayor aún, pues posees plenamente, bajo el velo del Sacramento, al mismo Dios que constituye la felicidad de los elegidos en el esplendor de los santos.
Agradezcamos a Dios, quien en las maravillosas invenciones de su amor halló el medio de unirse a nosotros aún más estrechamente de lo que se unió con San José. Lamentémonos en nuestras comuniones y en nuestras visitas al Santísimo Sacramento, de no tener el espíritu de fe y el amor de que estaba animado el casto esposo de María en sus tiernas comunicaciones con Jesús. Recibamos con reconocimiento, pero sin apegarnos a ellos, los consuelos que alguna vez quiera darnos, a fin de desprender nuestro corazón de todo lo que no es El, y hacernos más animosos y más fieles en el tiempo de la prueba.

Pidamos a San José que nos obtenga la gracia de amar como él lo hizo, no sólo los consuelos de Dios, sino y por sobre todas las cosas, al Dios de los consuelos.

ORACIÓN FINAL

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María y amable protector mío San José, que jamás se ha oído decir que ninguno haya invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio sin haber sido consolado. Lleno, pues, de confianza en vuestro poder, ya que ejercisteis con Jesús el cargo de Padre, vengo a vuestra presencia y me encomiendo a Vos con todo fervor. No desechéis mis súplicas, antes bien acogedlas propicio y dignaos acceder a ellas piadosamente. Amén.

PAX VOBIS.

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