MES DE SAN JOSE- DÍA NOVENO


Día 09 de Marzo dedicado al Glorioso Patriarca San Josè


                                         MES DE MARZO DEDICADO A SAN JOSE

ORACIÓN PREPARATORIA
Acto de Contrición: Señor mío Jesucristo, etc.

Oh gloriosísimo Padre de Jesús, Esposo de María. Patriarca y Protector de la Santa Iglesia, a quien el Padre Eterno confió el cuidado de gobernar, regir y defender en la tierra la Sagrada Familia; protégenos también a nosotros, que pertenecemos, como fieles católicos. a la santa familia de tu Hijo que es la Iglesia, y alcánzanos los bienes necesarios de esta vida, y sobre todo los auxilios espirituales para la vida eterna. Alcánzanos especialmente estas tres gracias, la de no cometer jamás ningún pecado mortal, principalmente contra la castidad; la de un sincero amor y devoción a Jesús y María, y la de una buena muerte, recibiendo bien los últimos Sacramentos. Concédenos además la gracia especial que te pedimos cada uno en este devoto mes. Amen.

Pídase con fervor y confianza la gracia que se desea obtener.
A continuación rezar la oración del día que corresponda

Día 09 de Marzo- ESPÍRITU DE FE DE SAN JOSÈ

No te fue tan fácil, oh san José, discernir entre las circunstancias de la vida lo que Dios quería de ti para tu misión y tu familia. Ayúdame, oh san José, a intuir entre los acontecimientos del día el paso de Dios por mi vida.

                                                                  El justo vive por la fe.
                                                                          Rom. I, 17.

La palabra solemne del apóstol San Pablo: El justo vive por la fe, contiene el fundamento de toda virtud y de toda santidad. La fe que ilumina el principio de nuestra vida espiritual, es una fe viva que se manifiesta al exterior con las obras de la caridad más ardiente.

El espíritu de fe es una convicción tan grande de la verdad de la religión, que quien posee este espíritu sólo piensa en esta, y nada ama fuera de ella. Y así como el alma dirige al cuerpo en todas sus acciones, así también este es el espíritu que la anima en todas sus acciones.

El cuerpo no puede vivir sin el alma a la cual está unido, y el justo no vive sin la fe que obra en él. Los buenos cristianos se llaman fieles, porque deben vivir de fe; es decir, mirar y valorar las cosas a la luz de Dios, y no de acuerdo con el juicio y las máximas de los hombres. Mis pensamientos — dice Dios— no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son vuestros caminos: mis caminos distan de los vuestros y mis pensamientos están tan por encima de los vuestros como el cielo de la tierra.
Sin fe no puede haber méritos, ni verdadera virtud, ni esperanza. ¿Podemos esperar los bienes invisibles, si la fe no nos los da a conocer?… La fe es la fuerza de la caridad. ¿Podemos amar a Dios, si la fe no nos da a conocer sus atributos y sus in-finitas perfecciones?. . .

La fe comprende verdades especulativas y verdades prácticas; contentarse con creer las primeras, sin conformar a ellas nuestra conducta, no es poseer la fe que salva. La única fe sincera —dice San Agustín— es la que está inflamada en el amor a Dios y al prójimo. Tal fue la fe de San José.
Repasemos rápidamente todas las circunstancias de la vida de este gran santo, y las hallaremos todas marcadas con nuevos actos de fe heroica. En efecto, fidelísimo en seguir las inspiraciones de la gracia, por la fe se desposó con María.

La fecundidad, unida a la integridad virginal de María, ese doble prodigio inaudito, fue para José, que no conocía el misterio, una nueva ocasión para que resplandeciera su fe viva. Mientras trataba de resolver cómo conducirse en circunstancia tan delicada, he aquí que un ángel se le aparece en sueños y le dice: «José, hijo, de David, no temas en tener a María por esposa tuya, porque el fruto que en Ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. Ella tendrá un Hijo al que llamarás Jesús, pues librará a su pueblo del pecado». ¡Misterio inefable, operación maravillosa que deroga la ley más inviolable de la naturaleza, secreto sólo conocido por Dios!… Y bien; José necesita de toda su fe para creer en un prodigio que supera el entendimiento, y que su profunda humildad debía hacerle parecer algo así como una ilusión. Y más aún; sin comprender, sin hesitar un solo instante, como lo hizo Zacarías; sin discutir, sometió su razón a la fe, persuadido de que a Dios no le faltan los medios para realizar designios inescrutables para las criaturas.

San José creyó sin vacilar un momento que la virtud excelsa de María merecía el testimonio del cielo. Su fe era más fuerte que la de Abraham, aun cuando este sea citado en los Libros Santos como modelo de fe perfecta y padre de los creyentes. Abraham es alabado por haber creído que una mujer estéril podía tener hijos, y José creyó en la maternidad divina de una virgen.

Notemos, con San Juan Crisóstomo, que visitando los ángeles a San José, durante el sueño, demuestran cuán viva y firme es la fe de este justo, el cual, para creer en los misterios que se le anuncian, no necesita embajadores fulgurantes de luces y de gloria.

Más he aquí una nueva prueba. Es un gran misterio de nuestra fe, creer que es Dios un hombre revestido de nuestra misma débil naturaleza; pero para conocer mejor la perfección de la fe de este Santo Patriarca, hay que considerar que la debilidad de que Jesús se revistió al hacerse hombre, puede contemplarse en sus diferentes estados —dice Bossuet— como sostenida por algún poder, o como abandonada a sí misma.

En los últimos años de la vida de Nuestro Divino Salvador, aun cuando la debilidad de su santa humanidad fuera visible en los sufrimientos que padecía, no lo era menos su omnipotencia por los milagros que obraba. Era verdad que se veía que era un Hombre, pero era un Hombre que hacía milagros sin precedentes. Luego, la debilidad era sostenida; por lo que no debe extrañarnos que Jesús conquistara admiradores, puesto que las muestras de su poder probaban claramente que la debilidad era enteramente voluntaria. Pero mucho más se mostró la debilidad del Salvador en el estado en que lo vio José, que durante la misma ignominia de la crucifixión.

En efecto, el Hijo único de Dios nace en un establo, entre animales, pobre y desnudo. — ¿Y es este, Aquel a quien el Eterno Padre engendra desde toda la eternidad en el esplendor de los santos? ¿Y es Aquel que el Espíritu Santo formó en el seno de María?… El ángel de Dios me dijo que sería grande. ¿Y se vio jamás nacer en medio de tanta pobreza y desamparo al hijo del último de los hombres?. . .
La fe de San José triunfó de todas estas dudas: vio a Jesús en el pesebre de Belén, y le creyó el Creador del mundo; le vio nacer, y le creyó eterno; le vio sobre un poco de paja, y le adoró como al Dios de la gloria, que tiene por trono el cielo y la tierra como peana de sus pies; lleva en sus brazos a ese pequeño Niño, y reconoce en El al Dios de infinita majestad, que se asienta sobre las alas de los querubines y que sostiene el mundo con la fuerza de su palabra; le oyó llorar, sin dejar por eso de creer que es la alegría del paraíso; le ayudó a dar los primeros pasos, le enseñó a balbucear las primeras alabanzas a Dios y a su Padre, y le creyó la Sabiduría infinita; le enseñó un oficio despreciable a los ojos de los hombres, y le adoró como el Creador de los cielos; en una palabra, le gobernó por espacio de treinta años, y le honró como al Dios de los ejércitos, que llama a las estrellas por su nombre, y a quien obedecen miríadas de ángeles.

José es el justo por excelencia, el cual vive de fe: toda su vida fue un ejercicio continuo de esta virtud. Tenía Jesús algunos días de vida revestido de la debilidad de nuestra carne, cuando he aquí que un ángel baja del cielo —dice el gran obispo de Meaux—, y despierta a José para comunicarle que el peligro apremia: «Pronto, huye esta noche con la Madre y el Niño; vé a Egipto». ¿Cómo, huir?. . . Si el ángel hubiera dicho: Partid, pero no, huid; y en la noche. . . ¿Cómo puede ser eso? ¿El Dios de Israel debe salvarse a favor de las tinieblas? ¿Y quién lo dice?. . . Un ángel que se aparece de improviso a San José como aterrado mensajero, en una forma —dice San Pedro Crisólogo— que pareciera que todo el cielo estuviera alarmado, y que el terror se hubiera esparcido allá antes que sobre la tierra. Ut videatur coelum timor ante tenuisse quam terram.

José, sin titubear, huye a Egipto; y algún tiempo después, el mismo ángel se presenta y le dice: «Vuelve a Judea, porque los que buscaban a Jesús para matarle han muerto a su vez». ¿Y cómo es esto? ¿Es decir que si esos tales vivieran, todo un Dios no estaría seguro?. . .

¡Oh, debilidad abandonada! En esta condición le vio San José, y a pesar de ello, le adora como si hubiera visto realizar milagros estupendos. Reconoce el misterio de ese milagroso abandono; sabe que la virtud de la fe consiste en sostener la esperanza, aun cuando pareciera no existir razón humana para esperar: In spem contra spem; se abandona en las manos de Dios con toda sencillez, y ejecuta sin discutir todo cuanto se le manda. ¡Oh, José, qué grande es vuestra fe! Magna est fides tua. No, Señor, Vos no habéis hallado en todo Israel una fe semejante a esta: Non inveni tantam fidem in Israel.
El apóstol San Pedro confiesa la divinidad de Jesucristo después de haberle visto cambiar el agua en vino, multiplicar los panes, resucitar a los muertos, y el Salvador lo apellida bienaventurado y le confía el cuidado de la Iglesia. José adora al Hijo de María como a su Señor y su Dios, después de haberle salvado la vida con peligro de la propia, y de haberle sostenido durante treinta años con el pan ganado con el sudor de su frente.

Y así como la fe se perfecciona con las obras y con la fidelidad a la gracia, no nos admirará que la fe de San José haya sido superior a la de Abraham y a la de todos los patriarcas.
Plenamente colmado desde su nacimiento de las más preciosas bendiciones del cielo, instruido desde su más tierna infancia en la religión de sus padres, San José nutrió y aumentó su fe con la asidua meditación de la Ley divina. El espíritu de fe era su única regla, al juzgar las cosas, las personas y los acontecimientos. Por eso, sus juicios eran siempre rectos, razonables, siempre exentos de errores y prejuicios. ¿Dónde podrá hallarse hoy una fe comparable a la de San José?… Fe viva, humilde, firme y plena de obras.

«Sí —afirma Santa Teresa—, de esta falta de espíritu de fe provienen todos los pecados que inundan la tierra. Pidamos, pues, a San José que nos obtenga una fe semejante a la suya, que podamos demostrar con buenas obras». No olvidemos —dice San Alfonso María de Ligorio— que la fe es al mismo tiempo un don y una virtud. Es don de Dios, en cuanto que es una luz que El infunde en el alma, y es una virtud, por cuanto el alma debe ejercitarla en actos. De donde se infiere que la fe debe servirnos de regla, no sólo para creer, sino también para obrar.
La fe debe pasar del alma al corazón. No hemos de limitarnos, pues, a someter nuestra razón a las verdades de la fe, sino que debemos regular también nuestra conducta a sus divinas sugestiones, haciendo consistir toda nuestra felicidad en vivir según la fe, y en ponerla en práctica en las obras. Y pues San José es, con la Santísima Virgen, el ecónomo y dispensador de los dones de Dios, dirijámonos a él para obtener por su mediación una fe constante, que no puedan debilitar las tentaciones; una fe que nos haga santos en este mundo, y merecedores de ver y contemplar eternamente en el cielo, sin velos y sin sombras, al Dios escondido que habremos amado y honrado en sus misterios y humillaciones.

ORACIÓN FINAL

Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María y amable protector mío San José, que jamás se ha oído decir que ninguno haya invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio sin haber sido consolado. Lleno, pues, de confianza en vuestro poder, ya que ejercisteis con Jesús el cargo de Padre, vengo a vuestra presencia y me encomiendo a Vos con todo fervor. No desechéis mis súplicas, antes bien acogedlas propicio y dignaos acceder a ellas piadosamente. Amén.

PAX VOBIS

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